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Yo pertenezco a la última generación que vivió ETA

OPINIÓN// La banda entregó las armas el sábado sin un proceso de paz con España.
Tres integrantes de ETA, con la insignia de la banda al fondo, durante la lectura de un comunicado.

Este artículo fue publicado originalmente en ¡PACIFISTA!, nuestra plataforma para la generación de paz.

Por más lejano que parezca, este conflicto me ha acompañado toda la vida. Como catalán dentro del Estado español, la lucha armada de ETA estuvo presente en mi vida de forma muy parecida a la que, seguramente, la guerra en Colombia afectó a un bogotano. Cuando tenía 6 años, en 1996, vi durante en las noticias de 532 noches la foto en blanco y negro de un hombre. Era José Antonio Ortega Lara, funcionario de prisión.

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Ese número era el conteo de los días de su secuestro por parte de la banda independentista vasca. Recuerdo a mi madre llorando el 13 de julio de 1997 por el asesinato de Miguel Ángel Blanco. Mi madre me contó hasta el cansancio sus recuerdos del atentado más sangriento de ETA, cuando mataron a 21 personas en un supermercado de Barcelona. Ella había pasado por ese centro comercial cinco minutos antes de que estallara el carro bomba. Una conocida del barrio murió junto a sus dos hijos.

Mis padres me pusieron Aitor, uno de los nombres más comunes en el País Vasco, pero inusual afuera. Con ocho años, harto de ver por televisión la detención de etarras llamados Aitor, le pregunté a mi madre: ¿por qué los malos se llaman como yo y mis amigos tienen nombres de futbolistas y cantantes? Nunca obtuve respuesta.

En 2016, durante un viaje a París, varios agentes de la policía vestidos de civil me retuvieron durante un largo tiempo mientras revisaban mis papeles. Fue un año de muchas detenciones de etarras —así se conoce a los miembros de ETA— en la capital francesa y mi nombre les sonaba sospechoso.

Ya para entonces se dejaron de producir atentados y la banda parecía condenada a desaparecer. Sin embargo, ese proceso se dilató demasiados años, entre otros motivos, por la negativa del Gobierno español de "negociar con terroristas". Muchos colombianos me han preguntado cómo fue el proceso de paz con ETA. Siempre me encojo de hombros. España será uno de los pocos países que no ha tenido, a pesar de las circunstancias, dicho proceso de paz. Incluso ante el inminente desarme, el Gobierno se ha negado a participar.

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Al contrario, la batalla del Estado contra la banda no solo ha sido policial, sino también política. En 2003 ilegalizaron a Batasuna y otros partidos acusados de ser el brazo político de ETA. Sin vía democrática, al final dieron más argumentos a la banda para seguir con la lucha armada. Otra de las estrategias oficiales fue reubicar a los presos etarras y abertzales –el movimiento de izquierda radical vasco–, en cárceles alejadas de sus familias.

Acercar a los "presos políticos", como ellos mismos se consideran, es una de las mayores reivindicaciones de la izquierda vasca. El Gobierno español de los ochenta, liderado por el socialista Felipe González, empleó el paramilitarismo –los Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL)– para deteriorar a ETA mediante acciones que terminaron con detenciones y muertes arbitrarias.

Una persecución en ocasiones indiscriminada que ha sembrado la aversión de parte de los vascos hacia España. Los injustificados ataques de ETA contra la población civil, sumado al uso político del dolor de las víctimas, han generado a su vez la aversión de los españoles hacia los vascos. Surgida al calor de los movimientos independentistas y marxistas-leninistas de finales de los cincuenta, ETA mató con un coche bomba a Luís Carrero Blanco, el sucesor del dictador Francisco Franco. Por ese entonces, la banda vasca contaba con el apoyo más o menos masivo de la incipiente oposición al régimen. A partir de los noventa sus acciones comenzaron a degenerar y acabó sumando un rechazo también masivo que marcó su declive.

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"Se acaban las armas, pero se mantiene el daño y el rencor"

El inicio del desarme este sábado 8 de abril no será ninguna fecha histórica para España ni el País Vasco. Desde finales de 2011, cuando ETA anunció el cese al fuego definitivo, la desaparición de la banda fue una realidad que ni siquiera estuvo en debate. Apenas les quedan unos 250 fusiles, la mayoría inservibles que se encuentran escondidos desde hace tiempo en las montañas de Francia.

Han tenido que pasar casi seis años para que la organización armada cayera por su propio peso en una dejación de armas que será prácticamente simbólica: entregarán a organizaciones civiles las coordenadas donde se encuentra el armamento y éstos lo harán llegar a la Policía francesa para que lo retire.

El final a 59 años de violencia sin negociación (o secretas reuniones de acercamiento fracasadas). El Gobierno español consigue así su objetivo, como han reclamado sectores de Colombia con las Farc, de evitar colocar a ETA al mismo nivel que al Estado. Una supuesta victoria con un coste elevado.

Sin diálogo no hay reintegración, ni perdón, ni reconciliación, ni resolución de ningún conflicto. Se acaban las armas, pero se mantiene el daño y el rencor. A diferencia de las Farc y guardando proporciones, es cierto que ETA tuvo unos objetivos (independencia del País Vasco) y radio de acción sobre todo regional, aunque las bombas también explotaron en Barcelona, Madrid y otras ciudades españolas. Las víctimas y el dolor fue el mismo: 829 personas asesinadas.

El Gobierno quitó a nuestra generación, especialmente a los vascos, el derecho a la paz. Es decir, la oportunidad de entender el conflicto y las expectativas de superarlo mediante la construcción de un proceso participativo. Se silenciaron las bombas, sin paz.