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En la edición 109 del Clásico regio, nada para nadie

Un empate que parece calmar a los aficionados pero en realidad los deja más hambrientos.

Es mucho más que un partido de futbol y poco menos que una batalla a muerte. Cuando Tigres y Rayados comparten la alfombra verde, el estadio sede se convierte en una suerte de centro neurálgico para Nuevo León. El alarido del público, como venas del corazón que late al ritmo del gol, se desborda y agrieta al inmueble: funge como vena de una pasión tan grande como exagerada. El futbol es así. Es ver el escudo rival y olvidar de pronto las ochocientas campañas en pos del pacifismo en que uno podría estar inscrito. Ganar, ganar y ganar, diría Luis Aragonés; nunca queda muy claro si pedimos ganar por adueñarnos del éxito o para arrebatárselo al enemigo.

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Un poco de ambas, en realidad. El aficionado tigre lanza un aullido de éxtasis cuando Ismael Sosa marca el primer tanto del partido, y repite la acción cuando vislumbra al rival, sobre la lona, noqueado por el golpe. Los goles en clásicos se festejan diferente: el alarido deja secuela en la garganta; un nudo de orgullo que se cierne entre el paladar y el pecho, como si uno quisiese lanzar consignas imposibles de articular ante el goce mismo. Explota media ciudad, mientras que la otra parte siente el corazón un poquito más pequeño. Se sabe por debajo en el tanteador y con el rival oliendo sangre; es entonces que dilucidamos aquella diferencia entre equipos capaces de entrecerrar los ojos para planear revancha, y los que lo hacen para agonizar en silencio.

Rayados fue lo primero. Empató el partido con una jugada afortunada que, desvío mediante, cruzó el umbral. Le tocaba explotar a los visitantes, y sabemos que no existe para el aficionado recalcitrante gozo más grande que aquel: que el rival, en casa y con los suyos, sea testigo de tu felicidad. Las contadas camisetas albiazules que rompían con el homogéneo auriazul del graderío se hicieron notar.

Al final, clásico empate. Tigres y Rayados suelen dividir puntos entre ellos, como si aquello calmase un poco a todo aficionado: está bien, no gané, pero éstos tampoco. En realidad, lo que consiguen es mantenerlos hambrientos: necesitados de que llegue de nuevo aquel día que divide a la ciudad y a las familias. En que se restriega el escudo que me representa en el rostro del desviado rival. En pos de que la sangre vuelva a correr a borbotones por las venas, que llegue ya un nuevo clásico.