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apertura 2016

Ya se acerca Navidad, y la final Tigres-América

Este 25 de diciembre la ciudad de Monterrey (al norte de México) vivirá una hipérbole del futbol posmoderno: dos de los equipos más caros del país disputan la final de la Liga Mexicana.

Foto vía Twitter, por Dany Rangel.

Chesterton lanzó para cada diciembre un cuestionamiento risueño: si los niños sienten gratitud cuando aparecen las calcetas colmadas de juguetes y dulces en Navidad, ¿por qué los adultos no agradecemos que luego a esos calcetines los llenen nuestros pies?

Siguiendo esa lógica podríamos preguntarle a un futbolista si experimenta una sensación grata al llenar los botines con sus pies venerados. Abrocharse las agujetas antes de jugar significaba la oportunidad de reencontrarse con el júbilo. Ahora parece que momentos previos al partido el futbolista cierra el candado de un grillete de oro. La excesiva presión acumulada en los tachones asfixia al par de piernas valoradas en millones de dólares. Pisar el césped dejó de ser alegría espontánea y se volvió finanza turbia. Corta la cursilería barata, es simplemente la adultez, dirán algunos. Seguro, es esa adultez cuyos aburridos pasos nos dirigen sutilmente hacia el panteón. Digo, si queremos afilar la perspectiva.

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Este 25 de diciembre la ciudad de Monterrey (al norte de México) vivirá una hipérbole del futbol posmoderno: dos de los equipos más caros del país disputan la final de la Liga Mexicana.

Tigres-América: Final Navideña. Ese fue el titular de los periódicos nacionales.

América-Tigres: Tercera final que pelean en dos años. Esa ha sido la premisa mediática del encuentro en las últimas dos semanas. Luego de librar la ronda semi-final, América viajó a Japón a competir en el Mundial de Clubes. Se deformó el calendario original y Tigres ha esperado impaciente como quien espera al gordo barbón de rojo bajar de la chimenea. Ida: jueves 22. Vuelta: domingo 25.

Acá en mi ciudad suele decirse que el mes de diciembre le pertenece a Tigres. Un diciembre del 2011 terminó la pesadumbre de ver a otros salir campeones durante 29 años. En diciembre del 2015 Tigres levantó nuevamente la copa.

Pero las finales de Tigres están lejos de parecerse a un villancico. Las finales de Tigres llevan el dramatismo de un corrido norteño. Las finales de Tigres son un tango. A modo de la definición de Enrique Santos Discépolo: "un pensamiento triste que se baila."

Foto vía Tigres en Twitter

Basta con recordar el irracional partido ante Pumas el año pasado. Tigres regaló la ventaja de 3-0 que logró en la ida y el último enfrentamiento del torneo ocupó la instancia de penales después de una remontada absurda de 4-1, adornada con goles agónicos dignos de televisión. Damián Álvarez entre lágrimas resumió la pesadilla que culminó con un desenlace en favor de nuestra salud mental: "Sí, lo ganamos sufriendo. A lo Tigres."

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Hay remembranzas que pesan —River, Pachuca, Rayados, América— y que siguen punzando las asaduras de esta generación de aficionados. Por eso en estos días conviven la ilusión y la angustia como dos animales salvajes encerrados en la misma jaula. Porque para miles de pequeños hinchas de Tigres la Navidad nunca volverá a ser igual. Vale poco mentir: para los grandes tampoco. Ganamos: un regocijo en la memoria que nos invitará cada Nochebuena a repetir la borrachera de aquel festejo. Perdimos: un distintivo de mierda que nos provocará indigestión cada vez que devoremos un pavo.

Si el futbol es la recuperación semanal de la infancia, como apuntó Javier Marías. Un partido que entrega o arrebata un título irrumpiendo el trajín festivo del 25 de diciembre, engloba un recordatorio anual: la carne latiendo es siempre vulnerable a la crueldad del destino, así como también existen momentos de dicha inesperada que aparecen mágicamente con el simple hecho de respirar. Son obviedades sumergidas en el fondo de la rutina diaria. Y usualmente emergen con la reflexión al cerrarse un ciclo.

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¿Cuál es la forma correcta de habitar el futbol?

Aficionado resultadista. Hincha de sillón. Barrabrava descontrolado. Técnico de tribuna. Romántico empedernido. Soberbio intelectual. Consumista irremediable.

Pese a que mantengo rasgos de cada uno de esos arquetipos del graderío, mi afiliación con el fanatismo es de pretensiones austeras. Yo me considero a los 30 años, un Niño Tigre (de ahí estos balbuceos). Como muchos otros quedé maravillado en alguna visita al Estadio Universitario durante los 90. Y ahí permanezco: en el acérrimo deseo infantil porque la U de Nuevo León meta un gol más y gane otro partido, otro campeonato. Cursilería pulcra y sincera.

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Sabemos que los dueños de la pelota brindan en mesas donde no están invitadas la ética ni la honorabilidad (esos magnates son similares a nosotros, al menos no muy distintos a mí, sólo que ellos cuentan con dinero suficiente para cumplir sus berrinches). No importa cuánto gasten al año esos pillos en mostrar públicamente que la FIFA y el resto de las federaciones son sucursales de Disney. Nadie, ni sus familias, creen el cuento. La misma empresa que maneja a Tigres (Cemex) insiste en auto promocionarse como un grupo comercial socialmente responsable. Y al escuchar esa denominación, las dudas —por no decir las burlas— surgen, como surgen los silbidos ante la marcación de un penal en contra. Cuando la pelota rueda tanto por tantas partes, en ciertos puntos de su recorrido inevitablemente cae en charcos, termina llena de tierra, se atasca en lodo. Así que debido a la sucia decepción que requiere la adultez, una de las pocas excusas vigentes que permiten el entusiasmo por una camiseta, es palpar las hazañas y derrotas desde la ingenuidad de un niño.

La Final de Ida, que se disputó entre los dos equipos el día 22 de diciembre, y que terminó en empate.

Igual si apelo a la verdad descarada tengo que aceptar que en el fondo a veces quisiera ser uno de esos pícaros de corbata fina. Un titiritero que mueve jugadores, campeonatos y montañas de billetes a placer. Si afilo las uñas con honestidad y rasco en mi carácter, tengo que reconocer al remilgado Niño Tigre como mero consuelo. Un salto fallido a los años felices. La infancia no la devuelven 90 minutos de gloria deportiva. De niño era otro quien insultaba a los jugadores por su nacionalidad, color de piel o un supuesto aspecto afeminado. Ese era mi padre. Ahora soy yo. Si apelo a la verdad descarada admito que la Navidad sigue agradándome pero es incapaz de generar en mi cuerpo adulto algún destello notorio de alegría. Y cuando llega la noche lo único que quiero es quitarme los tenis y los calcetines y reposar en cama desobligado de cualquier razonamiento exigente. Los pies duelen.

La semana pasada el diario El País publicó que los estadios más concurridos de Latinoamérica son los de esta ciudad: Tigres. Rayados. La AFA no pudo proporcionar datos oficiales sobre la asistencia en las canchas argentinas. La nota evidenció lo que acá ya sabemos desde hace tiempo: en la región hay un negocio próspero alrededor del balón. En Monterrey el futbol tiene una prioridad desmedida comparada a la importancia que le da el resto del país, aunque a varios compatriotas les cueste tragar ese dato.

La final del 25 de diciembre decide quién será el equipo de la década en México (del 2010 para acá Tigres y América son los equipos más regulares, con más finales, más liguillas). Pero yo no busco en un equipo de futbol ciertos triunfos que la vida me ha negado. Si acaso persigo un anhelo perdido. Un sentimiento de antaño que en épocas decembrinas regresa dispuesto a darme revancha. Porque hace una década que la calma abandonó mi cabeza y solo un espectáculo como el futbol, cuyo ejercicio está repleto de metáforas bélicas, puede entenderse con mis desatinos furiosos reprimidos por el miedo y el engañoso porte de buen hombre. Yo quiero que en esta Navidad gane Tigres para poder dormir más tranquilo.