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Baloncesto callejero en La Habana

El baloncesto callejero en Cuba es a la vez un reflejo del aislamiento internacional que sufre la isla y un puente hacia el resto del mundo.
Photo by Daniel Scott McMahon

El mes pasado, la NBA se convirtió en el primer torneo deportivo norteamericano en visitar Cuba desde la reapertura de las relaciones diplomáticas entre el gobierno de Estados Unidos y el de la isla caribeña. Los portavoces de la NBA hablaron del puente cultural que pensaban construir mediante el deporte de la canasta, pero el puente en realidad ya existía: a pesar de las barreras políticas y geográficas que mantienen los productos estadounidenses fuera de Cuba, el baloncesto en general y la NBA en particular hace tiempo que han encontrado un camino para colarse en la isla.

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En mi caso, me encontré el baloncesto en Cuba por ser mal periodista. Visité La Habana a principios del 2014 con la intención de escribir un reportaje sobre el turismo médico en la isla. La historia era buena, pero no llegué a escribirla: no fui capaz de pasar horas y horas encerrado en los hospitales de la capital cubana. La estética de estos lugares y la ansiedad que provocan son iguales en cualquier lugar del mundo, y ello me impidió efectuar una investigación en condiciones.

En vez de eso, me dediqué a pasear por las calles de La Habana. La gente era muy amigable; todos me preguntaban de dónde era. A pesar de que nací y crecí en Florida, yo siempre aseguraba ser de Nueva York.

"¡Nueva York! ¿Te gustan los Knicks o los Nets?", me preguntó Alexi, un ingeniero de cuarenta y tantos años tremendamente parecido a Denzel Washington (con unos kilos de más, eso sí). Yo contesté que no me gustaban ni los unos ni los otros, pero que me encantaba el baloncesto. Él me propuso ir a jugar a la mejor pista de La Habana.

Al día siguiente subí a un taxi (un Chevrolet modelo Bel Air de 1957) y me dirigí a '23 y B', un parque ubicado en el barrio de Vedadoque debe su extraño nombre a una intersección entre calles.

La pintura quizás no cumpla las últimas normativas de la FIBA, pero esta probablemente sea la mejor pista exterior de La Habana. Foto de Daniel Scott McMahon.

Llegué a '23 y B' por la tarde. El parque contaba con una pequeña explanada de hierba medio muerta y dos pistas de baloncesto completas. Las instalaciones se distribuían entre dos grupos de individuos: unos 30 jugadores de baloncesto en una pista y una clase de kárate para niños en la otra. A su vez, la cancha que ocupaban los jugadores se dividía en dos áreas: la zona más cercana a la calle era para los jugadores de nivel bajo, mientras la parte interior se reservaba a los más serios.

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Todo estaba cubierto por una gruesa capa de polvo. Las redes soltaban hollín cuando el balón tocaba el aro, tal vez debido al humo de los coches. La cancha, hecha de cemento y acero, había sido reconstruida por una ONG canadiense hacía pocos años, así que el aro y el tablero estaban en buenas condiciones. La pista, no obstante, estaba terriblemente sucia, y por lo tanto era fácil resbalar.

Poner el pie en una cancha nueva es un poco como una primera cita. Uno siente las típicas mariposas, una extraña energía nerviosa. Llegué en ese momento entre dos partidos en el que la gente se marca unos tiritos: tiene algo de exhibición, dado que lo que quieres es que la gente te vea meter canastas y note que estás en forma.

Me sorprendió el hábito local de no devolver el balón al tirador si éste había anotado durante este tipo de pausas. En los Estados Unidos, no devolver 'el cambio' se ve como un acto de desprecio: en Cuba, en cambio, no hay 'cambio'. A mí me pareció anti-meritocrático: me quedaba siempre con la sensación de que merecía que me devolvieran el balón si metía canasta. Un vestigio de mi educación capitalista, seguramente.

Como siempre en las primeras citas, rápidamente fui tomé consciencia de lo que estaba vistiendo. Llevaba puestas unas zapatillas Nike Hyperdunks de color naranja chillón, unos pantalones verdes Nike y una camiseta gris Dri-Fit, también de Nike. Sin quererlo, me había convertido en la personificación de un imperio. Todos los demás jugadores vestían prendas sin marca. Un par ni siquiera llevaban zapatillas: cada vez que saltaban producían el característico sonido de los pies desnudos sobre el cemento.

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No puede decirse que los locales no dispusieran de su propia ropa deportiva, pero lo que llevaban principalmente era una colección de prendas donadas por turistas generosos. Una cuarta parte de los jugadores llevaban camisetas 'vintage' de la NBA con orgullo: Allen Inverson en los Sixers, Steve Nash en Dallas, T-Mac en Orlando, el antiguo número 8 de Kobe Bryant en Los Angeles, Latrell Sprewell en los Knicks, Chris Bosh y Vince Carter en los Raptors.

Puede que el equipamiento deportivo de los jugadores locales no procediera directamente de la NBA Store, pero al menos lo llevaban con orgullo. Foto de Daniel Scott McMahon.

El partido era a 7 puntos con tiros de uno y de dos. Esto no es mucho, pero después de jugar comprendí la razón: las discusiones. El tono de los choques hacía que estos duraran al menos media hora. Los partidos eran sucios, suaves y melodramáticos, todo al mismo tiempo. Los jugadores eran buenos: no fallaban canastas fáciles y dominaban los cambios de mano. Pero no importa lo bueno que seas si tu defensor te hace falta constantemente, yendo a por tu cabeza en vez de buscar el balón en cada jugada. Y tampoco importa lo buen defensor que seas si la persona a la que cubres intenta pitar falta a cada mínimo contacto. Cada posesión terminaba interrumpida por una discusión acalorada.

Hasta cierto punto, parecía que los lugareños habían venido a discutir más que a jugar a baloncesto. En un país sin libertad de expresión, la pista les ofrecía un lugar en el que expresarse: era su pequeño estado libre y democrático, un sitio en el que sus discusiones no tenían consecuencia alguna. Por esa razón se pedían pasos cada dos por tres.

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Este aspecto merece un punto y aparte.En EEUU, nunca pitarías unos pasos a menos que el atacante agarrara el balón y empezase a caminar de forma descarada; pero en 23 y B, los jugadores no paraban de pedirlos una y otra vez. A veces se producía una decisión democrática: la gente que miraba el partido desde la banda indicaba si la violación había existido o no. A veces las discusiones duraban cinco minutos; en otras, algunos jugadores sencillamente se ofendían y se marchaban.

Alrededor de la cancha merodeaba un provocador borracho que de vez en cuando perdía el equilibrio y caía sobre la pista. Los perros de los vecinos correteaban entre las piernas de los jugadores en un estado de alegría frenética. Tras una larga tarde, los amigos que había hecho me invitaron a jugar en otra pista al día siguiente.

Hace rato que Latrell Sprewell no juega en los Knicks, pero para este aficionado la camiseta con el '8' sigue siendo un tesoro. Foto de Daniel Scott McMahon

La nueva pista estaba cerca de la Universidad de La Habana. La acogía un viejo edificio rectangular con las ventanas cerradas; las rejillas de ventilación sufrían distintos niveles de degradación. Las paredes, originalmente blancas, estaban cubiertas de moho. La sensación general era que el edificio podía desplomarse en cualquier momento; y sin embargo, la cancha que albergaba era seguramente la más espectacular en la que hubiese jugado nunca.

La pista estaba muy descuidada. Las gradas se alzaban detrás de muros de metro y medio de alto y daban a la cancha un aire de videojuego 'arcade'. Las decaídas rejas permitían que entrara la luz dorada del sol, que se reflejaba en el desgastado suelo de madera de arce. Lo habían pintado tantas veces y con tantos colores distintos que las zonas más desgastadas producían un curioso efecto arcoiris. Al saltar sobre la madera me di cuenta de que sonaba hueca, así que inmediatamente me imaginé que debajo seguramente habría una enorme caverna.

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Jugamos un partido realmente serio. Me tocó competir con hombres de distintos alturas y edades: algunos habían llegado a ser jugadores de nivel nacional. La garrafa de agua del equipo, sin embargo, parecía sacada de un naufragio. Había agujeros encima y óxido debajo.

Tras el partido, un guardia de seguridad de edad avanzada nos urgió a marcharnos. Logró que pareciera que no debíamos estar allí, a pesar de que me aseguraron que no era el caso. Fuera, todo el mundo se puso a fumar cigarrillos y a beber ron blanco en vasitos de plástico. A mí también me ofrecieron uno.

Mientras bebíamos y fumábamos estuvimos hablando sobre el partido: discutimos quién había jugado bien o mal, qué deberíamos haber hecho para mejorar el juego, quién había sido más o menos egoísta. Uno de mis compañeros de equipo fue a buscar unos papeles impresos a su mochila y los repartió entre la docena de presentes: eran fotocopias de la sección de deportes de la versión en español del Miami Herald. Había crónicas de hacía tres semanas sobre los partidos de béisbol de los Yankees y sobre los 30 puntos que había anotado LeBron James frente a los Milwaukee Bucks.

El aspecto desvencijado del pabellón da un aire épico al baloncesto que se juega dentro. Foto de Daniel Scott McMahon.

Otro compañero me puso la mano en el hombro y me preguntó: "¿Qué pasa con los Knicks?".

Reí. Incluso los cubanos, que tienen que hacer malabarismos para enterarse de las noticias del resto del mundo, conocían el lamentable estado deportivo de la franquicia neoyorquina.

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Mi compañero continuó: "¡Y Carmelo Anthony! ¿Por qué no la pasa, eh?".

Le pregunté cómo conocía a Melo.

"Vale Tres", me respondió.

Las noches de los domingos, la televisión cubana emite el programa Vale Tres, que ofrece partidos de baloncesto de todo el mundo: Euroliga, liga argentina, FIBA y, sobre todo, NBA.

Ese domingo fui al restaurante Rosalía de Castro en el casco antiguo de La Habana con mis nuevos amigos. Se trataba de un restaurante vacío de tres pisos de altura. Pedimos a los ociosos camareros si podíamos cambiar de canal y poner Vale Tres en la televisión. Nos lo agradecieron. Al otro lado de la estancia había otro televisor; lo miraba un grupo de músicos viejos. Estaban siguiendo una película con Tom Hanks sobre piratas somalíes con el sonido apagado.

La salida del partido es el momento perfecto para un buen trago de ron blanco. Foto de Daniel Scott McMahon.

Vale Trés empezó a las 18:07h. El presentador era un hombre rechoncho de mediana edad con una espesa mata de pelo gris. Los logos de los equipos profesionales de alrededor del mundo desfilaron apresuradamente por la pantalla verde que se podía ver al fondo. Cuando el programa empezó, pude ver que se trataba de una recopilación anacrónica de 'highlights' de distintos torneos y jugadores. Dedicaron unos 10 minutos a reponer vídeos de Kevin Durant del Mundial del 2010 para inmediatamente después pasar a un partido entre Lakers y Clippers.

El partido fue un baño de los Clippers. Un par de amigos cubanos lamentaron el deplorable estado de los Lakers, desolados por lo que había sido una gran franquicia. La decadencia de Kobe (y las abundantes cervezas) les llenaron los ojos de lágrimas. La conversación giró alrededor del baloncesto durante el resto de la noche. Cuando volvíamos a casa en taxi, se me ocurrió preguntar quién era el mejor jugador de todos los tiempos, y puse sobre la mesa el nombre de Bill Russell y el potencial de LeBron James. Todo el mundo, incluso el taxista, se rio de mí.

"Michael Jordan, ¿entiendes? No hay discusión. MJ y punto".

La conversación giró hacia la posibilidad de que el dinero estuviera arruinando los deportes profesionales y sobre si realmente los atletas merecían ganar tanto. En esas estábamos cuando llegamos a mi hotel y me despedí. Cuando me giré para dirigirme a la puerta, aún pude oír a uno que me lanzaba un último grito:

"¡Michael Jordan!"