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mala racha

¿Qué diablos pasa con el banquillo de la selección argentina?

El puesto de entrenador de la selección albiceleste parece estar maldito. Por ahora está vacante y no queda claro quién lo ocupará próximamente.
Foto: rubénortegavega/Wikimedia Commons

Arde una llama albiceleste en el banquillo de Argentina; quema a todo aquel que ose posarse en él. Quien ocupe el puesto está obligado a hacer lo mínimo por el país donde las lágrimas llevan forma de balones. Por hacer lo mínimo me refiero, por supuesto, a ganar todo. En aquellos lares lo mínimo es eso.

En diez años han sido José Pekerman, Alfio Basile, Diego Maradona, Sergio Batista, Alejandro Sabella, Gerardo Martino y cero trofeos. Diez años con un jugador cuyo origen pertenece a un planeta que no es el nuestro, aunque acompañado siempre por el villano de turno: aquel monstruoso ser, de nombre Gonzálo, clasificado siempre como el delantero centro destinado únicamente a empujarlas y lo que termina empujando es a su equipo al fondo del abismo. De apellido Higuaín.

Sin embargo, allá en el Cono Sur se sigue creyendo en el poder de la vendita: vamos a ponerle paños calientes a la última gran herida de proporciones bíblicas y llamar un nuevo doctor. En eso están. Gerardo Martino hizo las maletas y poco tiempo debió darle para pedir el taxi; ya suenan Jorge Sampaoli, Marcelo Gallardo, Mauricio Pocchettino, Edgardo Bauza, Marcelo Bielsa o el 'Cholo' Simeone. Pareciera que el planeta balompédico aún no comprende la abismal diferencia existente entre dirigir a un club y hacer lo propio con un combinado nacional; los automatismos que el estratega se inventa desde la pizarra –sea salida de balón, defensa posicional, defensa en transición, ataque en transición o ataque posicional- son entrenados de manera diaria. En una Selección son quince días y vamos al ruedo. No más. Hay que convivir con veintitrés egos de quienes se saben lo suficientemente buenos como para representar el escudo nacional en una competencia del más alto nivel. Hay que hacer con ellos una mezcla lo más homogénea posible en dos semanas. Es misión imposible.

No es casualidad que los dos últimos campeones del mundo hayan sido aquellos con una base futbolística que echó raíces en un club. Para los combinados sudamericanos es difícil, en efecto, lograr tal ventaja al no contar con ligas capaces de sustentar proyectos cuyo objetivo sea dominar el fútbol mundial. Es imposible. Lo que han de hacer es recoger las perlitas que han regado luz en los estadios más importantes del mundo y ponerles una playera de la que sus abuelos les contaron pero que ellos no logran comprender del todo. ¿Qué tienen las rayas albicelestes que no tengan las blaugranas? ¿Por qué deben emocionarme más las grietas de El Monumental que el palco privado del Santiago Bernabéu? ¿Es en serio que el Obelisco tiene más magia que Piccadilly?

Hemos entrado en un mundo donde hay futbolistas que se niegan a jugar por su país: así, como usted lo lee. No es Argentina el caso, por supuesto –a menos que el chiste de humor negro que le hizo Messi al planeta futbolístico tras caer con Chile terminase siendo cierto-, pero los hay. Hay que tallarse los ojos. Muchacho: hay miles de personas capaces de ir a una plaza de armas a ver el partido de su país en una pantalla gigante; ahí, apretujado, cuando podría quedarse en casa apretujando la botella de cerveza. Somos así, nos hicieron y nos hicimos así. Pero allá no son así.

En Argentina juega hasta la mascota. En Argentina están los fanáticos que hicieron del lololó la letra oficial de su himno. En Argentina están los que topan con la pared hasta que se rompe. En Argentina están buscando entrenador, y quizá el hombre capaz de decirles que antes de estrellarse con la puerta es posible meter la llave dentro de la cerradura acaba de rescindir contrato con la Lazio de Italia.