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Antes de ir al Calderón. Todas las fotografías cortesía del autor
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Estuve en el Frente Atlético de los 90 y no todo era como la gente piensa

"Cantaba tímidamente, me animaba un poco más cuando el Atleti marcaba y me cortaba de mirar a ninguno de los rapados a los ojos".

El día que un miembro del Frente Atlético mató a Aitor Zabaleta yo estaba en el Vicente Calderón. No alcanzo a recordar si vi el partido en el Fondo Sur o en una grada "normal". Y es raro porque sí que tengo la certeza de estar sentado en una grada lateral en el partido que midió al Atlético y al Parma en las semifinales de esa misma Copa de la UEFA (en el que Gigi Buffon me conquistó para la eternidad), con lo que deduzco que ese 8 de diciembre de 1998 ya no estaba en el Frente.

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Lo estuve en una época, si por ello entendemos comprar un abono y ver los partidos en la grada donde ese grupo ultra se situaba. Yo me ponía en las primeras filas, casi pegado a la valla, lejos de los que manejaban el cotarro. No hablaba con nadie salvo con mis cuatro acompañantes de siempre. Cantaba tímidamente, me animaba un poco más cuando el Atleti marcaba y me cortaba de mirar a ninguno de los rapados a los ojos. Mi memoria no conserva apenas imágenes de los partidos que allí vi.



Cuando estaba escribiendo este artículo me di cuenta de que realmente no tenía ni idea de lo que había pasado —en el plano deportivo— en ese Atlético-Real Sociedad. Sabía que pasamos de ronda y poco más. Al recurrir a Google descubrí, admirado, que al equipo al que animaba en esos tiempos estaba dirigido por el ínclito Arrigo Sacchi y que en esa plantilla había jugadores tan míticos y desconcertantes como Njegus ("¡Sugus, Sugus!"). El Atleti ganó 4 a 1 en la prórroga: Gracia adelantó a la Real, un doblete de Jugovic igualó la eliminatoria y Santi y José Mari sellaron el pase a cuartos. Juro que no recordaba nada. Cero.

De lo que pasó en el césped no me acuerdo, pero de lo de fuera sí. No son secuencias claras, son fragmentos inconexos envueltos en nebulosa. Hago un esfuerzo. Me traslado hacia allí. Llevaba una bomber azul y creo que me había cortado el pelo (después de ver ‘Con Air’ me lo dejé largo en claro homenaje a Nicolas Cage). El aire era gélido, de un frío punzante, de esos fríos helados del Manzanares que penetran hasta el tuétano para nunca más salir. Pero hacía calor. Olía a alcohol y a violencia y apestaba a miedo. Había pequeños corrillos en la calle. Se acercó un rapado exaltado diciendo: "Han pinchado a un guarro, lo han pinchado, yo creo que se lo han cargado".

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"Me di mucho asco por haber estado allí esa noche. No fue la única, pero sí la peor"

Había gente riendo. Era una risa de cabrón cobarde, como la de la novia del protagonista de American History X cuando este aplasta la cabeza al asaltante contra el bordillo. Otros preguntan si es cierto. Hay quien lo celebra. Yo me callo y miro al suelo. Dentro del estadio se intensifican las risas y los gritos y las preguntas.

"¿Pero está muerto? ¿Está muerto?".

Y alguien dijo que creía que sí y los rapados se abrazaron y otros que no están rapados se chocaron las manos y yo seguía petrificado. ¿Acaso sí que estaba en el Frente Atlético aquella noche y fue a raíz de eso cuando cambié mi abono? No lo sé, puede ser.

En el viaje de vuelta todo está en silencio. Íbamos con los abrigos puestos, en el coche no había calefacción. No se habla de la puñalada. ¿O quizás sí? ¿Alguien dijo que fue él quien se lo busco, que a quién se le ocurre meterse con una ikurriña en un bar de skins? ¿O eso fue antes? Yo qué sé, igual ese día volvimos en metro y todo esto no sea más que una macabra recreación.

La mente posee poderosos mecanismos de supervivencia y la mía activó uno infalible: borrar cualquier rastro de aquel 8 de diciembre. Me di mucho asco por haber estado allí esa noche. No fue la única, pero sí la peor.

"Para ir al Calderón aparcaba cualquier prenda que pudiera delatar mis tendencias políticas"

¿Por qué me metí en el Frente? Pues por lo que se hacen las cosas cuando tienes 14 años: porque lo hace tu mejor amigo. Éramos del Atleti y queríamos ir al fútbol. El hermano de mi amigo y su colega tenían abono allí. Pues para adelante, no hay más que hablar.

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El primer partido cuadró al final del verano y mi amigo y su hermano aún seguían en el pueblo, por lo que irían directamente al estadio en coche. A mí me tocaba ir en metro con el cuarto integrante del grupo, un tal K. que al parecer era bakala y siempre vestía ropa Londslale. En esto incidía mi amigo para acojonarme porque yo en aquel entonces cultivaba una alegre y desprendida mentalidad de corte revolucionaria que tan pronto bebía de Marx como de Bakunin, pero que raramente bajaba de Trotski.

Por alguna extraña razón que nunca comprendí, en el imaginario colectivo del Madrid de los 90 los bakalas eran considerados descendientes ideológicos de Primo de Rivera. Según esta teoría, un tío de izquierdas no se podía poner hasta las patas de pastillas mientras bailaba música electrónica guarreando con todo lo que se movía. Una gilipollez como un piano.

Mi imagen por aquel entonces no estaba aún definida. Podríamos decir que mi estilo era ecléctico, que para entendernos consistía en vestir como me saliese de los cojones sin orden ni concierto. Un día camiseta de Barricada y al otro camisa Lacoste. Era la clase de valentía inconsciente que sólo la adolescencia puede otorgar, aunque en este caso una valentía no exenta de sensatez. Para ir al Calderón, pues, aparcaba cualquier prenda que pudiera delatar mis tendencias políticas.

A decir verdad ese primer encuentro con K. me intimidaba un poco. Si me topaba con un peligroso ultraderechista amante de Chimo Bayo el viajecito de Núñez de Balboa hasta Pirámides se me iba a hacer eterno. Cuando vi a ese muchacho de gafas pequeñas y pelo revuelto mis temores se disiparon. Parecía majo. No llevaba un polo Londslale, sino un Fred Perry granate (muy bonito, por cierto). Y nunca supe si era o no de derechas. En nuestra relación eso siempre fue secundario.

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Amparados en la excusa de alentar a nuestro equipo en el campo, creamos entonces una sociedad secreta de cachondeo ilimitado. Pasamos algunas de las mejores tardes de nuestra vida camuflados entre un grupo de hooligans. No obstante, había algo en lo que coincidíamos con ellos: lo que menos nos importaba era el partido.

"No comentaban nada sobre el partido, a lo sumo proferían insultos contra algún jugador rival de otra raza"

Porque allí la gente no tenía ni pajolera idea de fútbol. Reconozco que yo tampoco era un experto (los cursos de entrenador vendrían tiempo después), pero solía leer el Marca y el As —lo típico, vaya—, lo que al menos me concedía los conocimientos básicos para permitirme un par de licencias cada semana.

Lo que veía cuando llegaba al campo era ciertamente desalentador: los miembros del supuesto núcleo duro departiendo durante hora y media la mejor forma de poder dar caza a la afición rival cuando terminase el partido. Había un tipo gordo y torpe (siempre hay uno en los grupos violentos) que miraba al otro fondo, donde se situaban los seguidores del otro equipo, sonriendo pérfidamente, con ese aire de superioridad que sólo te confiere ser parte de la masa. No comentaban nada sobre el partido, a lo sumo proferían insultos contra algún jugador rival de otra raza.

"Negro, basura" era la frase predilecta de un integrante de "Los Cuatro Mortales". No sé por qué les pusimos ese mote, si en realidad lo que queríamos resaltar era justo lo contrario, su condición de "inmortales", de personas insensibles al peligro que infundían pavor allá donde pisaban. El de la frase era bajito, delgado, con una cabeza tan pequeña como una bombilla en la que sobresalía una nariz torcida, de aguilucho, de malvado. Físicamente era el menos apto para la pelea pero el que más miedo daba. Nos acojonaban pero a la vez nos reíamos de ellos (a sus espaldas, por supuesto).

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La verdad es que nos reíamos de todo. Ir al Calderón se convirtió en un maravilloso ritual. Nosotros no íbamos a pegarnos ni a ganar ningún premio a la hinchada más fiel. Lo nuestro era otra cosa.

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Uno de estos cuatro jóvenes es Marco, años después en el estadio Azteca

Tras un par de semanas, nuestro grupo se amplió con un inesperado quinto elemento. Marco, un enigmático repetidor del colegio con el que no habíamos cruzado una sola palabra, se unió a la expedición con una determinación asombrosa: "El próximo domingo voy con vosotros al Calderón".

Fue tan inopinado que hasta sonó natural. No pudimos sino asentir y citarle en la estación de Núñez de Balboa. Ahí empezaba nuestra fiesta. Ideamos un peculiar concurso para esos trayectos en metro. Cada uno tenía que hacer una especie de chiste relacionado con la siguiente estación, con la regla de que debía tratarse únicamente de un gesto o una palabra. Si nadie se reía, debía bajarse del metro y llegar al estadio a pie. Un clásico que ayuda a entender la dinámica del juego era el "sshhhhh" de Callao. En una ocasión K. alargó su mano para acariciar suavemente mi cara. Nos miramos todos, perplejos e inmóviles, hasta que la megafonía del metro anunció que nos acercábamos a Acacias. Obviamente K. bajó la cabeza y enfiló el camino hacia el Calderón, resignado ante su incontestable derrota. Aún me pregunto qué vínculo puede haber entre caricia y Acacias.

Si llegábamos a los alrededores del estadio con tiempo, disfrutábamos generosamente de la previa. Regábamos nuestras conversaciones con minis de kalimotxo, cerveza o whisky. El precio de estos últimos rondaba los 15 euros, por lo que había que tener especial cuidado con su ubicación, no se fueran a caer. Durante un tiempo nuestro grupo de cinco ascendió a ocho. Un extraño trío (hombre, mujer, hombre) se unía a nosotros pero solo durante los días de partido. Nunca supe de dónde salieron y nunca lo pregunté, su presencia terminó siendo normal, una parte más del paisaje. Sospechaba que el tipo taciturno y delgado era la pareja de la menuda chica de pelo corto y pelirrojo, pero nunca tuve la seguridad.

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El que más juego terminó dando fue el tercero. Le llamaban —sin que él lo supiera— Bubba (esta es una historia de motes sin procedencia clara), por el pez con unos labios muy gruesos de Supermario. Tiene sentido: Buba tenía los morros hinchados, no presentaba gran estatura y era más bien brutote. Dicharachero el resto del tiempo, no hablaba mientras bebía. Hombre de gustos humildes, encontraba su clímax en un vaso de plástico con Ballantines y Coca Cola. No necesitaba más.

"Espérate, te llamo luego, que aquí hay un tío enseñando la polla"

Un día nuestro corrillo empezó a descontrolarse más de lo normal. Empezaron los bailes, las chanzas y los aspavientos. Me percaté de que el estado de nervios de Marco iba creciendo por momentos. A veces le pasaba: entraba en una suerte de trance que siempre terminaba con su miembro fuera del pantalón, en la mano, mostrándolo a quien quisiera mirar y girando sobre sí mismo. J. reía, K. reía, Buba reía, todos reíamos. Hasta que Marco tiró de una patada el mini de Ballantines, perversamente colocado a su lado por J. "¡Hubiera preferido que se hubiera muerto mi padre!", se lamentó Buba. Su escala de necesidades quedó bastante clara.

Marco tuvo desde pequeño una pulsión casi primitiva hacia el exhibicionismo, posiblemente sustentada en un amor desmedido hacia su pene. Su rabo protagonizó algunos de los episodios más célebres de nuestra singladura. Como aquella vez en la que, antes de un partido, se formó un inmenso círculo a su alrededor repleto de personas alentando su diabólico baile. Recuerdo que estábamos al lado del "Doblete" y que un hombre que estaba hablando por el móvil cortó de forma abrupta la llamada con una frase definitiva: "Espérate, te llamo luego, que aquí hay un tío enseñando la polla". Lo decía como si este fuera un acontecimiento único, digno de postergar cualquier conversación.

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También recuerdo cómo le enseñó el mandoble a un limpiador de botas en Sevilla, en el viaje para ver la final de Copa del 99. Cambiamos la letra del "Yo te quiero Atleti" por un cruel "Te lo has ganado". Salimos corriendo sin poder ver la reacción del agraviado pero la leyenda dice que se levantó muy lentamente —sereno pero con decisión— y blandió una navaja.

Hicimos cola durante una noche entera para conseguir entradas para esa final. Marco, mi amigo y yo estábamos durmiendo dentro del coche y enfrente seguían los mayores manteniendo su lugar en la fila. J. y K habían hecho buenas migas con un hippie de pelo largo que le daba de lo lindo al fumeteo. Hicimos un calvo desde dentro del coche que tan sólo arrancó unas desganadas sonrisas. Cuando Marco decidió dar un paso más y enseñar la parte delantera, el melenudo comenzó a frotarse los ojos: no sabía si lo que estaba viendo era real o consecuencia de sus abusos lisérgicos.

"Durante esa época me reí, me reí muchísimo, me reí con ganas, me reí con ansia, con verdadera fruición, me reí tanto que en ocasiones me meé encima"

El coche en el que íbamos era un Opel Corsa del año catapum, blanco y alargado, al que -tampoco sé muy bien por qué- apodábamos la "Tanqueta humana". En muchas ocasiones salíamos antes del estadio porque sabíamos que la verdadera traca final del ritual llegaba en el viaje de regreso. Instauramos una curiosa costumbre. Al pasar por delante del hotel Wellington, alguien tenía que sacar la cabeza de la ventanilla y gritarle al botones: "¡Los carnavales han pasado, hijo de la gran puta!".

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La frase, acordada previamente por los cinco, aludía al excesivo atuendo del hombre, un uniforme cargado de abalorios que parecía sacado de una película de época y que hacía juego con su recio semblante. El botones, hinchado siempre de solemnidad, mantuvo la compostura durante meses hasta que un buen día explotó.

Era la época de carnavales con lo que nos vimos obligados a cambiar la frase. Ese día le tocaba a Marco, que nos pidió permiso para improvisar. Estaba muy exaltado, con los ojos vidriosos, rozando el éxtasis que ya habíamos visto en unas cuantas ocasiones. El chico, en un intento desesperado por encontrar la frase perfecta, se embarulló de mala manera y terminó soltando un imperativo absurdo: "¡Bebe leche, cabrón!".

El hombre, esta vez sí, replicó con un suntuoso corte de mangas. Durante los meses posteriores no le vimos en la puerta del hotel. Nos gustaba pensar que, después de años de estoica resistencia, una pequeña falta le había costado su puesto de trabajo. Éramos cabrones sin maldad, pero cabrones.

"No cantaba pero de alguna manera mi silencio me hacía cómplice, nos hacía cómplices. A los que estábamos en esa grada y a los que estaban en otras. A todos"

Durante esa época me reí, me reí muchísimo, me reí con ganas, me reí con ansia, con verdadera fruición, me reí tanto que en ocasiones me meé encima. Creía que era imposible y solo se trataba de una frase hecha, pero me meé de risa, me oriné encima de pura felicidad. Cuando sentía el torrente llegar, me apretaba fuerte, hasta hacerme daño y conseguía frenar la cascada por un instante. Pero luego me rendía a lo inevitable y dejaba a la naturaleza hacer. Era una catarsis maravillosa. Poco higiénica, quizás, pero maravillosa. Eso fue para mí ir al Vicente Calderón, eso y nada más.

Cuento poco de lo que pasaba en el estadio porque allí, en el Frente, todo era siniestro. Nunca disfruté compartiendo grada con descerebrados que representaban todo lo contrario a lo que yo entendía por humanidad. Me sentía culpable por estar allí. Movía la boca en algunos cánticos pero intentaba no hacerlo en los que rezumaban odio ("puto vasco el que no bote", "Aitor Zabaleta era jarrai"). No cantaba pero de alguna manera mi silencio me hacía cómplice, nos hacía cómplices. A los que estábamos en esa grada y a los que estaban en otras. A todos.

Desarrollé un rechazo profundo hacia cualquier tipo de ultras después de esos meses. Seguí acudiendo al Calderón, pero no al Fondo Sur. Me indigné con la resolución del ‘caso Jimmy’ y con la gran tolerancia que aún hoy existe en torno al Frente Atlético y a otros grupos de hooligans. Una creencia habitual en el mundo del fútbol es que ellos son relevantes para la trayectoria del equipo al que animan. Es falso: no tienen relación alguna con los resultados. El Atlético, por ejemplo, bajó a Segunda en su época de máxima ebullición. Sé que algunos nunca legitimarán mi discurso. “Tú has estado allí”, dirán con cierta razón. Pues por eso, porque estuve, sé que son la escoria del fútbol, sin ambages.

Ahora el Vicente Calderón es pasado. Yo crecí y lo dejé atrás hace tiempo. De aficionado inexperto pasé a intento de periodista deportivo. Formé una familia y tuve dos hijos. Pero a veces recuerdo ese tiempo, en el que medía mi felicidad en base a la regularidad con la que mojaba mis pantalones, y sonrío. Miro a mis hijos y solo les deseo que conozcan una décima parte de esa felicidad pura, transparente, salvaje. Que se meen encima alguna vez, pero de risa y no de miedo. Y que sepan que lo bueno, como me ocurrió a mí, está a veces muy cerquita de lo malo, al ladito mismo. Esa es la vida, la de verdad. Ojalá la sepan vivir.