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Así son las madres del fútbol sudamericano

Muchas cargaron con ellos en soledad y fueron el sostén de sus hogares, otras fueron compañeras inquebrantables, los motores con los que sus hijos pudieron abrirse camino dentro y fuera de la cancha
Familia Gómez

Artículo publicado por VICE Argentina

Detrás de cada futbolista hay una gran madre. No importa que se trate de un jugador multipremiado, una estrella joven o un trabajador del fútbol de ascenso: las mamás son la respuesta cuando ellos rastrean los orígenes de su propia fuerza.

A propósito de que ayer fue día de la madre en Argentina recopilamos siete historias de madres de futbolistas. Siete historias con algunos puntos en común pero con muchas diferencias: es que madre, como dice el dicho, hay una sola.

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Su madre cómo ídola

Jacqueline Pardo tenía 15 años cuando se casó con Erasmo Vidal, y tenía 15 años cuando tuvo a Angélica, la primera de sus cinco hijos. Arturo Vidal fue uno de esos cinco. Jacqueline dejó a Erasmo cuando Arturo cumplió cinco años. Estaba harta de su pareja: decía que era irresponsable, que vivía de fiesta, que no se ocupaba de sus críos. Y empezó a desandar la cruda vida de las madres solteras.

Los días de madre soltera de Jacqueline Pardo comenzaban a las 6 am en un barrio humilde de Santiago de Chile. Lavaba frazadas a mano, a la intemperie. Por las tardes era vendedora ambulante. Algunas noches, cuando se acostaba, no sabía qué iba a vender al día siguiente, o las frazadas de quién iba a lavar en la próxima mañana. Esas noches, dice, lloraba a escondidas de sus hijos y se preguntaba por qué la vida se había convertido en eso.


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En la adolescencia, Arturo empezó a jugar al fútbol en Colo Colo. Su brutalidad para recuperar balones en la mitad de cancha, su convicción para enlazar los ataques en las juveniles del equipo más popular de Chile, lo proyectaban como una joya. Una tarde, el Arturo de 15 años regresó de la práctica, sentó a su madre en el comedor, y le hizo una promesa: “Algún día voy a tratarte como reina, ya verás”. En 2006, Vidal le obsequió su primer sueldo como futbolista profesional. Fueron al supermercado e hicieron compras para todo el mes. Un año después, reacondicionó la casa del barrio de El Huasco, en las afueras de Santiago. Y finalmente le regaló un nuevo hogar.

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Jacqueline Pardo con su hijo Arturo

“Mi ídola es mi madre. Ella es la verdadera luchadora”, dice Vidal, consagrado como uno de los futbolistas más importantes de la historia de Chile. El mediocampista pasó por los clubes más grandes de Europa: por Juventus, por Bayern Munich, y ahora pelea un puesto entre las luces del Barcelona. Cada vez que puede, vuelve a su casa materna. Es que ahí está la reina Jacqueline.

De Nigeria a la tierra maradoniana

El tercer hijo que tuvo Mery Edafe nació en Lagos, Nigeria, y se llama Félix Orode. Félix era un niño con peinado afro cuando su padre falleció y su madre quedó sola con seis hijos. Ser viuda y madre de seis en Nigeria era el peor de los escenarios posibles. Debió tomar una decisión drástica en ese contexto infernal: como no podía cuidar a sus hijos ni darles la educación que quería para ellos, los mandó a vivir con uno de sus hermanos. Pensaba que allí la situación mejoraría.

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Féliz Orode con su madre

Pero Félix sufría lejos de su madre. Un día, cuenta, dejó la casa de su tío y caminó: caminó tanto que regresó a la casa de su mamá y se quedó con ella. Empezó a trabajar para ayudarla. Salía todas las mañanas por las calles de Lagos a vender el pan casero que amasaba Mery. A veces la venta seguía por la tarde. Los panes eran la única viga para sostener los gastos de un hogar que parecía siempre a punto de derrumbarse.

Félix encontró una salida alternativa en el fútbol. A los 16 años debutó en un equipo local. Un representante argentino descubrió su talento y le ofreció llevarlo a un club de su país. Félix habló con su madre: le dijo que su sueño era ser futbolista, que quería probar suerte en la tierra de Diego Maradona. Ella lo apoyó: le respondió que debía intentarlo si así lo sentía. Que mudarse a Argentina podía ser una buena oportunidad para transformar su vida. La vida de Félix Orode se transformó en Buenos Aires: jugó en San Lorenzo, pasó por varios equipos del ascenso, y conoció a Yasmín, con quien tuvo dos hijos. El apoyo de una madre, a veces, es el mejor de los combustibles.

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Desde su mudanza a Argentina los encuentros con Mery son esporádicos. Viajó a Nigeria en 2011, y en 2016 sus compañeros de Sportivo Barracas juntaron plata y le regalaron el pasaje para que pudiera reencontrarse con ella. Félix apareció de sorpresa en Lagos, y su madre casi se desmaya de la emoción cuando lo vio.

Orode dice que la echa de menos. Que aunque hablen por Whatsapp extraña sus abrazos. Pero lo que más desea es que Yasmín y Mery se puedan conocer: que Mery, abuela, pueda jugar con sus nietos.

El mejor socio de Leo Messi

Sandra Díaz Reyes limpió los baños de Tres Cruces, la terminal de ómnibus de Montevideo, durante tres años y medio. Vivía con un sueldo ínfimo sostenido por las propinas que le dejaba la gente. El compromiso de Sandra con ese espacio, cuenta el cronista peruano Julio Villanueva Chang en su crónica "La Señora del Café y el Señor de los Enchufes", era inversamente proporcional a sus ingresos: compraba perfumes con el dinero de su bolsillo para que el baño oliera mejor, y fregaba los inodoros con tanto tesón como si fuesen los de su casa.

Ese baño, quizás el más visitado de todo Uruguay, era la única vida posible para Sandra Díaz Reyes: limpiar el depósito de urgencias de miles de viajeros era la única salida que había conseguido. Es que se había mudado con su marido Rodolfo y sus cinco hijos desde la pequeña ciudad de Salto, en el interior del país, porque querían intentarlo en Montevideo, donde todo relucía.

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Rodolfo y Sandra se separaron algunos años después de la mudanza. El padre dejó su rol familiar y se convirtió en un cajero automático: sólo enviaba plata. Sandra quedó con cinco hijos y un trabajo de limpieza en el baño de Tres Cruces. La puerta de entrada y salida de Montevideo fue un refugio para Sandra y sus hijos. Allí encontró a sus amigos más fieles, y allí cuidaba de Luis, un chiquito con ansias de futbolista que todos los mediodías se escabullía entre los miles de pasajeros para pedirle a su madre el dinero con el que él y sus hermanos almorzaban.

Sandra consiguió trabajo en una fiambrería y dejó Tres Cruces. Después fue guardia de seguridad. También limpió casas. Logró abrir una panadería cuando conoció a su segundo esposo, con quien tuvo dos hijos más.

Luis, mientras tanto, era un chico de la calle, un niño que no fue a la escuela. Las veredas y Tres Cruces fueron los lugares donde lo aprendió todo: los códigos para relacionarse y las gambetas para burlar a los defensores. A los 13 años lo captó Nacional, y después vino la gloria hasta irrumpir como el mejor socio de Leo Messi en Barcelona, como el goleador que remata todas las faenas que dibuja el rosarino.

El apoyo de una madre en silencio

La mañana que José Luis Gómez debutó en la Selección Argentina, Liliana Gómez no fue a limpiar la escuela pública donde trabaja. Ese día faltó para ver el partido con su esposo y algunos de sus hijos. La dejaron faltar porque nunca falta, porque está siempre.

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Liliana es del barrio 25 de mayo, una zona humilde de la ciudad de La Banda, Santiago del Estero. A José Luis, su marido, lo conoció en un baile. Primero fueron amigos y luego se pusieron de novios. Tuvieron 12 hijos, el primero a los 18 años. Dos fallecieron en el parto. Crió su familia en un rancho, una casa de una sola habitación con piso de tierra. En la ventana de su casa improvisó un kiosco que atendía ella misma.

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Familia Gómez

La vida de los Gómez cambió por el talento de José Luis, el sexto de sus hijos. Era un defensor sobresaliente pretendido por Quilmes, un club de Buenos Aires. El padre habló con Liliana y le dijo que debían aprovechar la oportunidad y acompañar al adolescente con pasta de campeón a la Capital. Él tomaba las decisiones de la casa. Ella lo seguía: “Hacé lo que vos quieras que nosotros vamos a estar con vos, te vamos a apoyar”, le dijo antes de dejarlo todo.

Se mudaron a Buenos Aires 20 días después. La ciudad fue áspera para los Gómez. Se instalaron en una habitación donde dormían Liliana, José Luis y siete de sus hijos: el nene futbolista, mientras tanto, vivía en la pensión de Quilmes. No había trabajo, aunque había voluntad. Estaban dispuestos a cualquier cosa con tal de ganar el mango: a juntar cartones, a trabajar en la construcción, a limpiar casas.

La carrera de Gómez fue una montaña rusa. Primero irrumpió en Racing como una promesa de lateral derecho. Después cayó en el olvido: un entrenador lo desechó, y el santiagueño se exilió en San Martín de San Juan para recuperar el nivel. En Lanús volvió a relucir. Salió campeón en 2016 y fue una de las figuras del equipo. El día de la final contra San Lorenzo Liliana lloró con todos sus hijos en la tribuna. Gómez llegó a la Selección, y en la Selección se lesionó. Pasó más de un año y todavía no recuperó su mejor versión. Liliana lo apoya en silencio, como hizo siempre: algunas madres son acompañantes sigilosas que lo ven todo, que lo aguantan todo, pero que no dicen nada.

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Agüero como apellido materno

Adriana Agüero supo que sería difícil incluso antes de que Sergio naciera. Lo supo cuando con 17 años y embarazada de él dejó Tucumán para mudarse a González Catán, en el conurbano de Buenos Aires. Estaba en pareja con Leonel Del Castillo, un remisero que había aspirado a ser futbolista y apenas había alcanzado la reserva de San Martín de Tucumán. Juntos eran padres de Jessica.

González Catán los recibió con una casa que se inundó dos veces: el agua les llegaba hasta las rodillas. La segunda vez tuvieron que evacuar. No fueron los únicos: otras 57 mil personas también dejaron sus hogares. Al volver, la casa estaba vacía: la habían saqueado.

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Adriana Aguero

Hundida en esa realidad, a los seis meses de embarazo Adriana perdió líquido amniótico. Como el hospital de la zona no estaba preparado para lidiar con un posible bebé prematuro debieron hacer un viaje de tres horas a Buenos Aires: se tomaron dos colectivos y un tren hasta el Hospital Piñero. Los médicos la internaron. Le impusieron un reposo que en teoría iba a durar algunos días. Pero los días se convirtieron en semanas, y las semanas en dos meses. Adriana estuvo dos meses sola en un cuarto con una ventana con vistas a un patio interno. Cumplió 18 años encerrada en esa habitación. Leonel la visitaba poco. Ella, cuenta una nota publicada por el sitio Goal, lloraba todos los días.

El alta médica llegó dos semanas antes de la fecha de parto programada. Pero rompió bolsa a los pocos días y debió volver al Piñero. El ginecólogo que la recibió le dijo que Sergio, el nene que esperaba, estaba atascado en la panza. Le dio dos opciones: o le introducían una pinza para cambiar la posición del bebé o le hacían una episiotomía para fracturar la clavícula de su hijo. Adriana temía que la pinza aplastara a su hijo, y optó por la segunda opción a pesar de que el proceso sería mucho más doloroso. Sergio Agüero nació con 4.400 kilos y una clavícula quebrada. Lleva el apellido de su madre porque fue la única que podía sacarlo del hospital, la única que lo anotó en el Registro Civil.

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Aunque el resto de sus hermanos se apelliden Del Castillo, Sergio mantuvo el de Adriana en una especie de agradecimiento. Es un homenaje que suena en todo el mundo cada vez que hace un gol, cada vez que la hinchada del Manchester City corea el apellido de su madre.

Una bicicleta y una madre que lo llevaba a Di María a los entrenamientos

Ángel Di María es ídolo en Central gracias al esfuerzo de Diana Hernández, su madre. Diana era una canalla ferviente. La tarde que se enteró que un captador de La Academia quería fichar a su hijo, no lo dudó: dijo que sí. Dijo que sí aunque Miguel, su marido y padre de Ángel, era de Newell’s y no quería que vaya a Central; dijo que sí aunque su casa quedara a 10 kilómetros de Granadero Baigorria, donde entrenaban las juveniles.


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El problema era cómo llevarlo a las prácticas. Los Di María no tenían auto y Miguel trabajaba todo el día armando bolsas de carbón en el fondo de su casa. Diana forjó su carácter de madre y, literalmente, se cargó a su hijo: lo subía todos los días en el canasto de su bicicleta y pedaleaba con el niño futbolista como lastre durante media hora. Cruzaban la ciudad —aunque hiciera frío, aunque lloviera— a bordo de una bicicleta a la que llamaron Graciela.

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Con el tiempo, el negocio de la carbonería progresó. Diana pudo comprar una moto pequeña para llevar a Ángel. Ángel también progresó. Progresó tanto que acabó por debutar en el primer equipo de Rosario Central a los 17 años. Progresó tanto que el resto de la historia es un bestseller, un cuento que ya todos conocen: lo vendieron en varios millones de dólares al Benfica de Portugal, y luego pasó por el Real Madrid, Manchester United y PSG. Nada hubiese sido posible sin la Graciela. Y, por supuesto, sin Diana.

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El dolor físico de una madre que crió a su hijo mirando sus partidos por Internet

Lelly Enrique tuvo que dejar de trabajar antes de ser mamá de Sebastián Corda, su segundo hijo. No había cumplido 30 años cuando una artritis reumatoide empezó a deformarle los huesos de los brazos, de las rodillas, de los tobillos. Se lo diagnosticaron apenas después de cumplir 20 años. Desde entonces caminar es una epopeya para Lelly, que así y todo se ponía de pie todos los días para llevar Sebastián al club de barrio donde empezó a jugar al fútbol.

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Corda con su madre

Es que a él le gustaba el fútbol. Le gustaba tanto que lo tenía claro: quería ser futbolista. Lelly fue su guardiana. Cuando su hijo empezó a jugar en las inferiores de Chacarita, se tomaba un remís para llevar a Sebastián y otros cuatro chicos del barrio a las prácticas. Iba con su tenacidad de madre: aunque no entiende de fútbol, se sentaba en un banco, tomaba mate y miraba los entrenamientos.

No era la única vez del día que se levantaba de la cama. Todas las mañanas se despertaba antes de las 7am para preparar el desayuno de sus tres hijos. Todavía hoy lo hace: Milagros, la nena más chica, tiene 15 años y va a la escuela. Milagros se llama así porque Lelly, con 41 años y los huesos carcomidos, aguantó el embarazo estoicamente. También aguanta al mediodía, cuando Sebastián vuelve de las prácticas y almuerzan juntos. Ella es su confidente: cuando se queja, cuando está enojado porque las cosas no salen como las espera, Lelly le dice que tranquilo, que todo va a estar bien, y le sirve bombas de papa, el plato preferido de su hijo. Aguanta cuando hay que fregar el piso o cuando hay que lavar los platos. Sus hijos ayudan a mantener la casa, pero ella quiere hacer: ella, a los 56 años y el dolor en el cuerpo y en el corazón desde la muerte del padre de sus hijos el año pasado, todavía quiere hacer.

Sebastián se afianzó como lateral izquierdo en Comunicaciones, un equipo de la Primera B Metropolitana del fútbol argentino. Tiene 23 años, un hambre feroz y una voluntad de héroe. Dice que su madre es su referente: que viéndola a ella levantarse de la cama con dolor, caminar con dolor y convivir con el dolor, aprendió que nunca debe bajar los brazos.

Pero a pesar de haber sido la compañía infaltable de Sebastián durante toda su carrera, Lelly jamás pudo ir a verlo jugar un partido de Primera. Sus rodillas están tan deformadas que ahora espera por un implante y no se siente fuerte como para caminar en la cancha, ni siquiera para subir los escalones de la tribuna sostenida por un bastón. Sigue los encuentros de su hijo por Internet. Lo sigue porque sus hijos son los herederos de su fortaleza.

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