Protesters in Tel Aviv
Eurovision 2019

Así están boicoteando Eurovisión en Tel Aviv

Israel quiere que el certamen sea una celebración de sus valores pero los protestantes no están dispuestos a que eso pase.
Chris Bethell
fotografías de Chris Bethell

Este artículo apareció originalmente en VICE UK.

Casi se me había olvidado lo mucho que se parece Tel Aviv al paraíso. Playas bañadas por el sol, mirando al Mediteráneo, pitas rebosantes de falafel crujiente, recién hecho. Mucho calor, aliviado por una agradable brisa; gente guapa paseando en scooters eléctricos o sentada en las terrazas de los bares, bebiendo, fumando y bailando hasta altas horas de la noche.

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Esta noche de lunes, la ciudad parece más seductora que nunca. En el acomodado distrito de Ramat Gan, un grupo de personas elegantemente vestidas se ha reunido ante la residencia oficial del embajador británico. Los asistentes se entretienen viendo las actuaciones de drag queens locales y de Michael Rice, el representante del Reino Unido en Eurovisión, mientras se reparten fish and chips y tarjetas con la frase “ Keep calm and carry on”. Es descaradamente marica, lo cual no sorprende a nadie teniendo en cuenta lo popular que es Eurovisión entre el público gay.

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Michael Rice.

En primera línea de mar, la Eurovillage bulle de actividad: un enorme recinto abierto a todo el mundo con puestos de comida, bares, atracciones de feria, instalaciones y actividades, así como un enorme escenario dominando la pista de baile. Pese a la notoria presencia del personal de seguridad, la fiesta se desarrolla con normalidad y decenas de miles de autóctonos y visitantes se abandonan al desenfreno.

No es de extrañar, por tanto, que un grupo de cinco jóvenes sentados en un parche de césped junto al perímetro del recinto, mirando sus móviles cada cierto tiempo, haya pasado desaparcibido. Nada indica que estén tramando algo fuera de lo reglamentario. Pero yo tengo instrucciones de encontrarme con ellos en ese punto. Me acerco al grupo y pregunto por Ronja. Una chica asiente con la cabeza; me siento junto a ella y me explica lo que está a punto de ocurrir a continuación.

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“Queremos poner un vídeo en mitad del concierto”, me cuenta en voz baja, por si alguien está escuchando. “Es un mensaje de los palestinos para Eurovisión, y también llevaremos una pancarta que dice “Libertad para el gueto de Gaza”. Ronja tiene 24 años y vive en Suiza. Pese a los esfuerzos del Gobierno israelí por evitar la entrada a todos aquellos que hubieran viajado allí con la intención de alterar el desarrollo del festival o llevar a cabo protestas, Ronja es una de los pocos pero tenaces activistas internacionales que han seguido adelante con su plan.

“Lo importante aquí es protestar contra el blanqueamiento cultural y demostrar que Israel está usando la música y los derechos del colectivo LGBTQ para distraer la atención de la ocupación militar”, me explica. “Estamos aquí para desviar la atención de los eventos organizados”.

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De ascendencia judía, Ronja siente un vínculo con el país y sus problemas. Asegura sentirse incómoda estando de fiesta en Tel Aviv mientras el pueblo de Gaza está bajo asedio y los palestinos de la Ribera Occidental están bajo ocupación. A Ronja le parece todo muy hipócrita.

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Poco después, Ronja y su grupo se ponen en marcha. Les sigo desde la distancia mientras acceden al recinto del festival sin que los guardias de seguridad les presten especial atención. Son las 21:20 y el sitio está abarrotado pese a que todavía falten cinco días para el festival. Sobre el escenario, un famoso artista israelí salta al ritmo de un horrible remix de “I Want To Break Free”, una banda sonora apropiada para el momento en que los activistas despliegan su pancarta y proyectan el vídeo sobre la pantalla blanca que hay tras el camión de sonido. Los asistentes no tardan mucho en percatarse. Unas pocas miradas, unas cuantas fotos y, en cuestión de minutos, un israelí furibundo agarra la pancarta y a uno de los activistas: “¡Vete a Gaza si te gusta tanto!”, le grita en hebreo, visiblemente enfadado. “Amante árabe”, le espeta.

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En un primer momento, no resulta tan obvio por qué la celebración de Eurovisión en Tel Aviv está siendo tan polémica. A fin de cuentas, no es más que un concurso televisivo, y una fiesta en la playa está muy lejos de constituir la violenta frontera de una zona ocupada. Además, aquí en la Eurovillage se celebra la noche del Orgullo. Aparte de los desfiles oficiales organizados para este acontecimiento, nunca he visto a tantas parejas del mismo sexo darse muestras de afecto de forma tan desinhibida en un espacio público. Es lo más liberal que he visto en todas las veces que he visitado este país. Para extranjeros como yo, no da la sensación de que haya ningún conflicto.

Sin embargo, según activistas como Ronja, grupos de palestinos y tantas otras personas de todo el mundo que han firmado peticiones, expresado en redes sociales su indignación y solicitado a artistas y clientes que boicotearan la edición de 2019 en Tel Aviv, este tipo de acontecimientos representan algo mucho más perverso. Puede que la ciudad parezca un paraíso, dicen, pero eso tiene un precio.

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Es martes por la tarde y varios cientos de personas están concentradas en la plaza Habima, donde se encuentran varias importantes instituciones culturales israelíes. La pancarta más grande y el sistema de megafonía portátil pertenecen al partido comunista israelí. “El gobierno de la guerra está asesinando a los manifestantes”, corean en hebreo, tras lo cual se produce un aplauso. “La democracia no se construye sobre los cuerpos de manifestantes desarmados”.

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Al otro lado de la calle, un político de derechas profiere obscenidades a los manifestantes, rodeados de agentes de policía armados que me piden que no me dirija a él. Un tipo joven con una gorra de “Make America Great Again” consigue agarrar una de las banderas palestinas antes de ser apartado rápidamente por la policía. La inmensa mayoría de los viandantes simplemente ignoran la escena.

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Generalmente, las protestas en muestra de solidaridad con Palestina suelen ser multitudinarias, pero en Tel Aviv la asistencia es bastante menor. Esperaba ver a mucha más gente, sobre todo teniendo en cuenta la importancia de esta semana y el elevado número de medios que se han presentado.

“Para empezar, la protesta de hoy no es solo por Eurovisión”, dice Shahaf Weisbei, una joven de 27 años y una de los organizadoras de los actos programados para la semana. “Además, a la gente que vive aquí y a los ricos de Tel Aviv no les parece un asunto urgente, no son conscientes de las consecuencias que tiene la ocupación a diario”.

Puede que Tel Aviv parezca una metrópolis liberal, señala Weisbeis, pero de poco sirve eso si no encajas o no eres bienvenido a su burbuja.

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Shahaf Weisbei

Pronto, los manifestantes inician la marcha; agentes de policía en patines detienen el tráfico mientras el grupo avanza lentamente por en medio de la calle hacia una concentración en el parque. “Ser de izquierdas en Israel se ha convertido casi en una maldición”, prosigue Shahaf, mientras otro joven israelí insulta al grupo y lo retransmite todo en directo. “Es algo de lo que no quieres que se enteren tus amigos o tu familia. Da miedo salir a la calle”.

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Aunque no se trata explícitamente de una protesta antieurovisiva, pueden verse muchos carteles relativos al evento. Llaman la atención de cuatro tipos sentados en la terraza de su apartamento de alquiler, de cuyo balcón cuelgan ondeantes banderas de Irlanda y del Orgullo. Han venido para ver el certamen. Alguien les dice algo en hebreo, uno de ellos saluda con la mano y luego siguen bebiendo. Uno de los términos que más se ha repetido en relación con Israel y Eurovisión es el de pinkwashing, que describe la idea de que Israel pretende cubrir su dudoso historial de respeto por los derechos humanos con la bandera del arcoíris en un cínico intento de distraer la atención del público general.

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Es una forma de verlo, pero sin duda el hecho de que el colectivo LGTBQ no esté marginado en Israel es positivo, ¿no? Si Berrebi, una israelí de 30 años que luce una gorra y una camiseta rosas, me dice que ella no está tan convencida de eso. “Pretender que el Gobierno israelí se preocupa por el colectivo LGTBQ llama al engaño en dos sentidos”, afirma. “Para empezar, el Gobierno israelí no está haciendo ningún bien al colectivo”, puntualiza Si, argumentando que las parejas de mismo sexo siguen sin poder adoptar o casarse y señalando la discriminación generalizada que sufren las personas trans. “Luego, por supuesto, está la violación de los derechos humanos en la Ribera Occidental y Gaza, que es, de hecho, lo contrario a lo que se considera progresista; la gente queer que venga aquí esta semana tiene que saber esto”.

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Los discursos continúan y yo abandono las protestas. En la Eurovillage, la primera semifinal se proyecta en pantallas gigantes. Dana International, la cantante trans israelí que ganó el certamen en 1998, está actuando. “El amor no tiene religión, ni raza, ni límites”, canta (o finge que canta), mientras la cámara se desplaza por el público, animando a besarse a aquellos sobre quienes se detiene.

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Si Berrebi.

En un tranquilo café llamado Albi, el periodista americano-israelí Edo Konrad está sentado con el portátil delante. Trabaja para 972, una revista digital israelí de izquierdas que centra sus historias en la ocupación y los derechos humanos en Israel y Palestina. Empieza a explicarme el concepto de hasbara: “Relaciones públicas y propaganda financiadas por el Gobierno”.

No es ningún secreto que albergar una edición de Eurovisión es una oportunidad de oro para cualquier país con la que enseñar al mundo las maravillas que se pueden encontrar entre sus fronteras, tanto para los fieles del concurso como para los turistas casuales y los 200 millones de personas que verán la final desde la comodidad de sus sofás en Europa y fuera de ella.

Todos esos vídeos breves que se muestran entre actuaciones, en los que aparecen hermosos paisajes, maravillas históricas y ciudades llenas de vida y actividad no son más que descarados anuncios. En el interior del centro de prensa hay enormes carteles con el eslogan “deja que te enseñe Tel Aviv” sobreimpreso. Le explico a Edo que, después de haber pasado la mañana en la ciudad ocupada de Hebrón, toda esa propaganda del festival me empieza a resultar incómoda. “Ahí está el tema, precisamente”, señala. “Desde hace una década y media, más o menos, Israel se ha esforzado por limpiar su imagen y abrirse al turismo y la economía mundiales”, apunta Edo. Pido un café con hielo. Por delante pasa lentamente un grupo de hombres con cordones de Eurovisión al cuello. “Siempre ha habido hasbara en Israel, pero desde que han aumentado las críticas internacionales por la violación de los derechos humanos que el Gobierno ha perpetrado en los territorios ocupados, Israel ha tratado de buscar modos distintos de presentarse como una democracia que respeta la legislación y los derechos humanos”.

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Edo Konrad.

Por eso, según él, hay sectores que no aprueban que Israel sea el anfitrión del festival de Eurovisión. Esta maniobra de relaciones públicas resulta todavía más siniestra de lo habitual a la luz de un reciente ataque a Gaza la semana pasada, que se saldó con 25 muertos, e informaciones de que el ataque se detuvo porque las autoridades temían que llamara demasiado la atención. “La guerra que casi se produjo fue básicamente la guerra de Eurovisión”, añade. “Podría haber durado más, pero pesaba mucho más la necesidad de dar buena imagen, de retratar el país como un oasis de diversión y un miembro más de una hermandad de naciones”.

La conversación deriva en el tema de los derechos LGTBQ y su intersección con Eurovisión. “Como israelí, entiendo que los palestinos y los defensores del movimiento BDS vean esta propaganda como un intento de lavarle la cara al país, pero creo que todo el mundo debería poder disfrutar de las artes, de esas libertades”. Y es importante recordarlo: estos últimos días he estado preguntando a israelíes jóvenes y más mayores por el concurso; a algunos les traía sin cuidado y a muchos les entusiasmaba. Pero cuando les hablaba de política, casi siempre se encogerán de hombros o me preguntarán por qué eso era importante. “Eurovisión es divertido”, dijo un joven sonriendo. “¿Para qué mezclarlo con la política?”.

Edo me recuerda que es importante recordar que, a ojos del Estado, que no del público general, es un acto de gestión de la reputación. “Eso no quiere decir que no haya gente en el Gobierno que apoye los derechos del colectivo LGTBQ, gente que quiere que Tel Aviv sea una ciudad abierta. No es que todo sea una trama de relaciones públicas, pero en vista del empeño que están poniendo, hasta el punto de que están cambiando la política militar, tienes que ser muy consciente de lo que significa para tener esa sensación de paraíso”.

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Jean Philip De Tender.

El Tel Aviv Expo Centre está tranquilo el miércoles por la mañana. Diseminados por el complejo hay voluntarios que ofrecen consejos e indicaciones; varios blogueros excéntricos esperan a la llegada de las delegaciones con la esperanza de ver a alguno de los artistas que acuden para la prueba de vestuario. Sentado a una mesa está Jean Philip De Tender, Director de Medios de la UER, la organización al mando de Eurovisión. “El Festival de la canción de Eurovisión es el acontecimiento más visible que organiza la UER”, dice, “y una muestra de nuestros valores: llegar a todo el mundo, sin excluir a nadie; es una cuestión de diversidad, de respetar todos los aspectos de la vida”.

Le pregunto qué opina de los llamamientos a boicotear el festival y de las controversias en torno a la edición de este año. ¿Se han planteado los organizadores en algún momento ceder a las presiones del público? “Debemos mantenernos apolíticos”, responde. “Es una fórmula sencilla. Los países miembros o miembros asociados de la UER pueden participar, y el país que gane hará de anfitrión al año siguiente. El año pasado ganó Israel, así que ahora le toca a Israel. Y haremos lo mismo el año que viene”.

Según Jean, permanecer apolíticos es lo más importante para la UER, aunque es consciente de que el festival puede tener cierto impacto político. A principios de esta semana, Jean estaba trabajando desde Bruselas y recuerda ver en las noticias la polémica de la edición de este año. “Había mucho debate no solo sobre el concurso, sino también sobre el país al que hemos viajado y lo que este defiende”. Había gente que estaba a favor y otra en contra, recuerda, pero en cualquier caso, ellos abordan “indirectamente los problemas económicos, políticos y sociales de un sitio concreto y el contexto en que se dan”.

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La responsabilidad de la UER, añade antes de irse, es la de organizar un festival magnífico. “Es responsabilidad de los periodistas informar de lo que sucede, y aquí hay más de mil de ellos”.

Los grupos de activistas antiocupación y boicoteadores se han anotado varias victorias. El primer ministro israelí, Netanyahu, estaba desesperado por celebrar el festival en Jerusalén para poder legitimarla a ojos del mundo como la capital de Israel, pero no tuvo éxito. La Asociación Hotelera de Tel Aviv ha informado de que el festival ha atraído a muchos menos visitantes de lo que se esperaba. Hay planeadas más protestas y acciones directas para antes del sábado, y no se descarta que alguno de los representantes aproveche su actuación para hacer alguna proclama.

Obviamente, las dos partes de este conflicto no tienen precisamente las mismas oportunidades de presentar sus argumentos: la cadena israelí KAN controla los mensajes y la narrativa del festival, mientras que los activistas no disponen de una plataforma desde la que oponerse.

De vuelta, bajo el sol de Tel Aviv, paso junto a un descampado lleno de sillas plegables vacías con el nombre de la ciudad sobreimpreso y recuerdo la conversación con Edo Konrad. “En última instancia, el objetivo de la izquierda radical aquí, y de los palestinos, es conseguir que la gente boicotee Eurovisión”, me había dicho. “No solo por parte de los invitados, sino de otros sectores de todo el mundo y de los propios artistas”.

Según él, no había habido cancelaciones de última hora y todo había ido según lo previsto. “Unos cuantos protestando no van a representar una molestia para Israel. Al contrario, el Gobierno va a permitir las pequeñas manifestaciones que pueda llegar a organizar la izquierda y podrá demostrar que en este país se puede uno manifestar, aunque si la policía quiere disolverlas violentamente pueda hacerlo, pero tanto en la Ribera Occidental como con los israelíes. Yo veo que aquí el Gobierno israelí se ha apuntado un buen tanto.

@MikeSegalov / @CBethell_Photo