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Rio 2016

Leónidas de Rodas y Michael Phelps: vidas paralelas

El eco de las gestas atléticas de Leónidas de Rodas recorre la historia hasta alcanzar a una alberca en Rio de Janeiro
Foto: Soobum Im-USA TODAY Sports

Leonidas de Rodas: el camino del Areté

Desde épocas inimaginadas, salidas de caminos imposibles de la imaginación humana, los legendarios telquines habitaban la Isla de Rodas, seres míticos que tenían cabeza de perro y aletas de pez, y que por algún motivo inspiraron en los habitantes de Rodas un talento único para las destrezas atléticas. Desde esta tierra emergería la leyenda de Leonidas, el atleta rey que definiría en los Juegos Olímpicos de la antigüedad el concepto de perfección deportiva. Entre el 164 y el 152 A.C., por cuatro Juegos Olímpicos y en tres competencias cada vez, Leonidas hizo del funcionamiento de su cuerpo un canto a los dioses, encontrando el equilibrio perfecto de velocidad y resistencia que le permitió ser el mejor en el Stadion (200 m.) el Diaulos (400 m.) y también en el Hoplitódromos, en la que debía correr cargando en su cuerpo partes de la armadura de bronce Hoplita.

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Leonidas y su armonía corpórea representaron en carne viva los valores de los Juegos de la antigüedad, una sagrada instancia que a través del simbolismo de guerra propio de la competencia buscaba recordarle a los pueblos griegos la grandeza que los unía más allá de los conflictos bélicos, la civilidad que hacía que las fronteras pasasen por un momento al olvido, relegadas a la pequeñez de su existencia, versus las pinceladas de estética que eran lideradas por superdotados que reflejaban con sus gestas imposibles la belleza de la existencia divina en un olimpo reservado para los elegidos.

El eco de las gestas de Leonidas reverberó por cientos de años, y su figura apolínea desnuda surcando a paso firme el estadio olímpico navegó por siglos a través de la idea de hombre perfecto esbozada por las culturas helénicas: no había otro camino hacia la virtud que ese equilibrio místico que había conseguido en un cuerpo tan bien forjado para la velocidad como la resistencia, y que inspiraba las búsquedas espirituales aristotélicas de una civilización completa. Ni la reducción y superficialidad con que los romanos se insertaron en las competencias tras la conquista de Grecia, ni la sanguinaría aparición del cristianismo y consiguiente prohibición de los juegos ejecutada por Teodosio I e instigada por Ambrosio de Milán en el 393 D.C., lograron borrar del inconsciente colectivo ese orgasmo masivo provocado por la emoción de ver durante más de una década al genio de Rodas cruzar primero la meta, impulsado por una velocidad que sólo podría haber sido otorgada por la voluntad misma de los dioses.

Michael Phelps y el útero divino

Han pasado 1815 días y el escenario cotidiano sigue siendo el mismo para Michael Phelps. No importa la cantidad de oros conseguidos, al frente hay una piscina olímpica y el intacto deseo de ser más. Intervalos de 30 segundos, separan series en las que Phelps por el mismo lapso ---atado a la cintura un cinturón de 8 kilos---, se sostiene erguido por sobre el agua como un delfín, quieto, utilizando únicamente sus piernas. La ceremonia se repite 10 veces, para luego pasar a otra, donde se impulsa a sí mismo desde el fondo de la piscina hacia el éter y se eleva más de medio cuerpo por sobre la superficie acuática. Ni la desproporción natural del tamaño de su torso en relación al de sus piernas, ni la doble articulación de su tobillo, ni la extensión de 2,08 metros de sus brazos, ni siquiera un férreo entrenamiento, le hubiesen alcanzado a Phelps para ser lo que es. Sólo ese desmesurado querer ir más allá de sí, hace que el escenario cotidiano sea el mismo tras 1815 días, y que terminadas 5 olimpiadas atesore varios kilos de oro, plata y bronce. Ni siquiera un día le puede faltar el contacto con su útero, ese acuoso rectángulo de 50 metros de largo en que se forma el campeón. Serie tras serie, todos los días, se forja en el arte del pataleo delfín, ese potentísimo gesto estimulado por mitocondrias que lo propulsan bajo el agua más rápido que cualquier nadador, mágica variable en que se equilibran resistencia y velocidad.

El silencio del agua, el momento en que su cuerpo se sumerge, es para Phelps lo que apaga el ensordecedor ruido de la mercadotecnia capitalista, la frontera en la que el ajetreo de lo fútil se difumina para dar paso a la unión atávica. Allí adentro no importan los auspiciadores, la brutalidad de la prensa, ni los incesantes gritos de seres sin alma; sólo el deseo de ir más allá lo propulsa con aletas de delfín. Tokio 2020 es, al fin, un asunto que se debatirá bajo el agua, aquel elemento en que Phelps se aúna con la voluntad de los dioses.