—Usted ya nunca va a encontrar a su hijo. Ya no lo busque porque su hijo fue “cocinado” —le dijeron a Maricel Torres Melo la última ocasión que dio dinero a cambio de información. Entonces creía que era una mentira para que ya no buscara o que la habían engañado por dinero, como la vez que pagó hasta quebrar económica y emocionalmente pensando que protegía la vida de su hijo, pero en realidad era extorsionada a costa de su desesperación.
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Cuando desapareció Iván Eduardo Castillo Torres, de 17 años, cada día después de ese salió a buscarlo, dice ella, “como una loca”, fotografía en mano, preguntando a quienes viven en las comunidades rurales alrededor de Poza Rica si lo habían visto.Iván le pidió permiso para salir la noche del 25 de mayo de 2011. Aunque no era fin de semana, convenció a sus padres de que lo dejaran ir con dos amigas y otro muchacho a la feria de la Cámara Nacional de Comercio. Después de la medianoche avisó que volvería tras cenar tacos con sus amigos en la avenida 20 de Noviembre, una de las calles más activas del municipio petrolero del norte de Veracruz, pero fue la última vez que se comunicó. Lo que averiguó Maricel sobre su hijo y sus amigos fue que los detuvo la Policía Intermunicipal Poza Rica–Tihuatlán–Coatzintla.El primer contacto que tuve con Maricel fue a mediados de 2018. Me relató cómo conoció a los hermanos Trujillo Herrera y a su madre, María Herrera, de quien tomaron el nombre para conformar el primer colectivo de búsqueda de personas desaparecidas en Poza Rica y el resto de los municipios del norte veracruzano. A ellas las unió un lazo invisible, pero poderoso: la búsqueda de un hijo. María buscaba a cuatro, dos desaparecidos en Atoyac, Guerrero, en 2008, y dos en Poza Rica, también por la Policía Intermunicipal y en el mismo año que Iván. Ambas mujeres pasaron de tratar de localizar a los suyos a emprender un trabajo para encontrar a decenas, cientos; a los de sus compañeras, las que murieron a la espera de una respuesta o quienes ya no pueden salir más por el cansancio o el miedo.
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En aquella entrevista telefónica, Maricel confesó que no conocía ya otra vida que no fuera la búsqueda de Iván. Que a lo único a lo que le temía era a morirse sin haberlo encontrado y que si él pudiera oírla, le diría:—Iván, desde donde sea que estés, tu mamá te ama y te dice que te va a encontrar.
Desterrar un secreto a voces
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La estela de violencia se irradió por el estado hasta alcanzar el sur. Las desapariciones y fosas clandestinas se convirtieron en un fenómeno común y en todas las regiones se formaron colectivos, integrados mayoritariamente por mujeres, para buscar a sus seres queridos ante la falta de actuación de las autoridades y el contubernio de éstas. Las búsquedas hicieron brotar cadáveres enterrados bajo la feroz fertilidad de la tierra tropical, un verdor que les jugaba en contra. Por eso, cuando la Brigada Nacional llegó al norte de Veracruz creyeron que se encontrarían con una escena similar a la de otras partes de ese estado y del país y que las dificultades se centrarían en trabajar en terrenos siempre florecientes, durante un invierno que sólo tiene de invierno el nombre.La Quinta Brigada Nacional de Búsqueda de Personas Desaparecidas era un símbolo de esperanza para más de 130 familias del colectivo María Herrera que buscan a cerca de 145 personas desaparecidas en la región. Entre el 7 y el 22 de febrero de 2020, el grupo conformado por más de cien voluntarias recorrería la zona como alguna vez la caminó Maricel. Ahora ella estaría acompañada de rastreadoras de otras partes del país, convertidas en expertas forenses a su modo, un campo en el que no habrían imaginado tener que incursionar hasta que se enfrentaron con la necesidad de hallar restos humanos.Pero las fosas no se abrieron. Y por primera vez escuché a Maricel quebrarse, intentando procesar la idea de que podría no hallar a su hijo debido a la abundancia de “cocinas”, una forma perfeccionada de la desaparición en Veracruz que significa la reducción al máximo de un cuerpo destrozado, metido en un tambo y disuelto totalmente por ácidos o combustible. Pese a los esfuerzos de localización, las avanzadas, los rastreos o las extenuantes jornadas en campo, la Brigada no desenterró cuerpos sino un secreto a voces del que el colectivo María Herrera ya sospechaba, pero se negaba a admitir: que el norte de Veracruz estaba lleno de “cocinas” y que por eso no quedaba mucho por exhumar.
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Pico y pala
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Luego de dos días de preparación, el primer día de trabajo en campo es el lunes 9 de febrero de 2020, cuando el coronavirus todavía es una noticia ajena al panorama local y más bien se le encuentra en la sección internacional. Guantes y cubrebocas abundan para quienes saldrán a buscar; no se usan como protección contra el virus sino para no contaminar los restos y filtrar el olor a putrefacción, en caso de dar con un punto positivo. Para algunas buscadoras esta es la primera vez que participan y consideran la experiencia una escuela: intercambian su tiempo por conocimiento que llevarán a sus propias expediciones.Custodiadas por patrullas de la Policía Federal y la Guardia Nacional partimos sólo tres camionetas Nissan Urvan y una de batea porque el acceso al terreno es complicado. En la caja de la pick up me agazapo de espaldas al medallón junto a otro reportero y observo a cuatro mujeres más: recargadas en la tapa trasera están Rosalba, de Baja California Sur, y Tranquilina, de Guerrero; frente a ella va Angélica, de Baja California Norte y amiga de Rosalba; y a su lado hay una joven observadora de Derechos Humanos, de la Ciudad de México.Aún doblada, la altura delata a Rosalba Ibarra Rojas, toda de negro. Lleva su nombre impreso sobre el pecho más el relieve de un pastor alemán al centro y el de un pico y una pala en cruz, en el hombro derecho. Todavía vemos el domo de la Casa de la Iglesia cuando es ella quien habla primero.
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—La gente ha de estar ‘paniqueada’ con todo esto —dice con melódico acento norteño y compruebo la sorpresa en las caras de las personas que nos miran pasar.Atravesamos Papantla, una ciudad que desde hace tres siglos ha sido reconocida como “la ciudad que perfuma al mundo” por la producción de vainilla que la hizo famosa. Hace muchos años, me cuenta Edgar, mi colega reportero, el aroma se respiraba en el aire del pueblo porque las vainas de la orquídea se ponían a secar en las banquetas. El recuerdo esplendoroso de la vainilla se añora tanto como el de la paz.En menos de una hora llegamos a Poza Rica y tomamos la carretera hacia el estado de Puebla, al oeste. A la altura de la villa Lázaro Cárdenas, conocida como “La Uno”, atravesamos el centro.—Mira al ‘halcón’ grabando —juzga Tranquilina con recelo y observamos a un chico apuntándonos con el móvil.Para bajar el cerro tomamos una carretera angosta y serpenteada hasta toparnos con un puente de un solo carril a decenas de metros arriba de las aguas cristalinas del río San Marcos, la división natural entre Puebla y Veracruz. Un minuto después llegamos a la comunidad de El Paso, perteneciente al municipio de Coyutla, Veracruz. Sólo algunos perros nos echan una mirada, porque la mayoría de las casas están cerradas y el polvo se acumula sobre las fachadas. Avanzamos sobre la calle incrustada con piedras de río hasta girar hacia la clínica de El Paso y pronto las viviendas quedan atrás. La última exhibe orgullosa en la pared frontal el escudo pintado del Partido Revolucionario Institucional (PR)I de Fidel Herrera y de Javier Duarte. No sería la única. Conté al menos otras ocho más.
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Las pláticas cesan en la batea y dejamos que nos llene el crujir de las piedras que se rompen bajo la camioneta. La vereda se adelgaza a medida que la maleza devora los bordes. A la altura del tercer portón para ganado y tras cruzar un vado seco desciende el grupo de una de las camionetas tipo van para poder pasar, mientras catorce vacas se acercan a curiosear.—Pues gasolina sí tenían los malandros —Rosalba vuelve a romper el silencio, irónica— y buena camioneta, también.Cuando se cumplen tres horas de haber partido de Papantla, aparcamos bajo la sombra que proyecta un cerro retacado de verdor. Ayer la avanzada de la Brigada encontró huesos abandonados en la diligencia de la Fiscalía General del Estado un año atrás cuando hallaron el cuerpo de un muchacho de “La Uno” que estaba desaparecido. Como consideraron que podría haber restos de más personas, según los relatos de los locales, aquí, en “Las Palmas”, se comenzaría a buscar.El experimentado rastreador de Guerrero que lidera la búsqueda en campo, Mario Vergara, da instrucciones y las rastreadoras, prestas, toman pico, pala, varilla, barreta o rastrillo y dejan que el túnel de maleza las engulla. Hay una vereda no tan marcada, pero perceptible, un camino invisible que nos lleva de la mano hasta un trozo de cráneo manchado de tierra, vértebras vacías de médula junto a un calcetín, una delicada costilla descarnada, un cúbito y un trozo de mandíbula con algunos dientes; había un casquillo, pero se lo traga la tierra gruesa y húmeda. Ahí se detienen las buscadoras unos segundos, por grupos, para ver cómo lucen los huesos humanos.
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La temperatura es muy distinta adentro que afuera. En el interior el cielo es verde, la luz traspasa por bloques que dan aspecto de vitral a la naturaleza que nos rodea y la tierra es negra, fresca y sumamente fértil. Los troncos de árboles que no sé nombrar son muy delgados y desde el techo natural cuelgan lazos con pequeños aguijones traicioneros. Las buscadoras no pierden tiempo e inician el rastrilleo de la hojarasca con herramientas o con las manos enguantadas para detectar algún hueso suelto.—¿Hacia dónde quiero que busquemos? —grita Mario Vergara y el eco retumba hasta arriba de la colina.—¡A todos lados!Después de subir y bajar del monte por más de una hora, encuentro a Reina Barrera García sentada cerca del acordonamiento, expectante de los peritos federales en sus monos blancos que recogen los huesos que otros peritos, estatales, ignoraron un año atrás. El aire a nuestro alrededor apesta como a ajo, culpa de la planta de ajillo, pero eso no parece incomodarle: a sus 71 años desafía al cansancio para buscar al séptimo y más pequeño de sus hijos.Colgada del cuello, como muchas otras madres, Reinita —como le dicen de cariño en la Brigada— lleva la foto de Luis Javier Hernández Barrera protegida en una mica plástica. Este 20 de noviembre cumplirá nueve años de desaparecido. Vivía en Poza Rica, mientras ella, oriunda de Tebancos, del municipio de Tuxpan, se había ido a vivir a Reynosa con una de sus hijas. Se enteró por una hermana de Luis, cuando por teléfono le dijo que no aparecía y entonces Reina abandonó el tratamiento médico al que necesitaba someterse para regresar a Veracruz a buscarlo.
Buscar a pesar de la familia
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Mientras cuenta su historia en voz baja, aprieta esporádicamente la mochila negra y agujereada en la que guarda unas medicinas, un par de teléfonos y una joven planta que descubrió hoy y que le gustó mucho por cómo florece.—La gente así dice, que andaba en cosas malas. —A Reina no le importa lo que ha escuchado sobre su hijo y menciona que Luis era albañil y que vivía con carencias, además de que se cuestiona por qué hay tantos desaparecidos. Tampoco cuenta con apoyo familiar: sus hermanos no la entienden y sus hijas le reclaman.—Ma, tú te levantas toda brava.—Ya estoy hasta la madre, ya me quiero largar a la chingada, lejos.—Tas’ loca.—Tal vez —le ha dicho a su hija.Las botas negras de vinipiel de Reina no están hechas para este trabajo. Para pasear, tal vez, pero no para buscar en el campo. Sin embargo, son las que usará durante las siguientes dos semanas, cada día de búsqueda, no importa si le toca un asiento en un camión o un rincón en la batea.—Yo siempre lo cuento a él —agrega Reina mientras jala hondo y confiesa tener la esperanza de encontrarlo, aún si no está vivo. Como sea, porque para ella, aunque —ya era un señor, aunque sea, para mí es mi bebé.Cuando al final de la jornada se termina de rezar el Padre Nuestro, en círculo y tomados de las manos, varias de las buscadoras se voltean y abrazan a una Reina acongojada. La aprietan contra sus hombros para secarle el sollozo amargo. Entonces comienzan a bailar a su alrededor, extienden sus manos y la hacen brincar. Poco a poco ríe, aunque no totalmente. La mitad de su rostro esboza una sonrisa y la otra mitad se curva en una mueca de dolor.
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Unos días más tarde vería a Reina, radiante, presentando a uno de sus hijos a todo el mundo en el comedor. Es un hermano de Luis que ha venido a ayudar a su madre a buscarlo.
Esto es Veracruz
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Callamos mientras dejamos que la letra nos golpee.Volvemos sobre nuestros pasos y nada más desde la lejanía distingo las palmeras de coyol que sobresalen entre la vegetación del cerro, de ahí el nombre del lugar. Esa primera tarde la serenidad se pinta de cerúleo crepuscular y nos regala unos paisajes preciosos. A partir de ese momento, durante los traslados de ida o retorno, aprovecharía esos instantes para escuchar música unos minutos; no sé por qué, casi siempre elegiría “Afterlife” (La vida después de la muerte), de Arcade Fire. Mientras observo aquellas postales, pienso en la incoherencia entre la hermosura y el horror. Después de casi una hora de camino, desde la batea alargo el cuello como tortuga cuando veo el letrero laminado con el que Veracruz nos da la bienvenida y cruzamos el arco con la brisa fresca secándonos los ojos.—¡Estar en la Brigada es construir la paz! ¡Estar en el fango es construir la paz! —canta Marité durante el segundo día de búsqueda, con la mitad del cuerpo sumergido en un tramo estancado de río.La dinámica de la búsqueda en campo implica traslados de más de una hora (sólo de ida) para luego pasar casi seis horas desmorrando maleza, cerniendo tierra, cavando y así en una sucesión de tareas en las que la pala, el pico y la varilla son las herramientas básicas. Comemos donde caiga el hambre; tortas de atún y tamales son los básicos más algunas naranjas y electrolitos para hidratarse sin apurar el vaciado de la vejiga. Se crea buen ambiente durante la pausa para comer, aunque cada día el retorno se pinta más triste al no dar con hallazgos positivos. Las búsquedas se alargan infructíferas durante una semana. Apenas algunos huesos de un par de personas y, eso sí, una gran variedad de ropa es lo que se desentierra. La Brigada incluso llega a un campamento en La Antigua, ejido de Tihuatlán, en donde los pobladores le cuentan a Miguel Trujillo que antes de 2014 llevaron al cerro frente a su comunidad a alrededor de 60 jóvenes a los que forzaron a subir y bajar la colina nada más apoyados con los codos, bajo la amenaza de recibir tablazos. Los testimonios del campamento, sólo fosas viejas ya trabajadas por la Fiscalía General del Estado y basura de la anterior diligencia son lo que suman al primer fin de semana.
Poco más que ropa
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Mientras tanto, en cada salida, padres, hijos, hijas y hermanos desaparecidos nos acompañan silentes desde botones, fichas, camisas y fotos colgantes. Ninguno le pertenece ya sólo a una persona: los demás son los propios. He ahí el significado de ser colectivo.El día que la Brigada se quebró fue el martes 18 de febrero. Después de explorar por una semana al poniente de la ciudad de Poza Rica, decidieron ir a “La Gallera”, un rancho ubicado en Tihuatlán, al norte de la ciudad petrolera y pasando el deshuesadero donde se desvalijó el auto de los hermanos Trujillo.“La Gallera” es un lugar con historia para el colectivo María Herrera. Entraron ahí la primera vez en 2017 y el lugar pronto se convirtió en la primera prueba de las “cocinas humanas” de la zona norte de Veracruz. De acuerdo con lo que investigaron, el rancho había sido arrebatado a los dueños allá por el 2011 para convertirse en un necrocentro de Los Zetas. Según lo que me contó Maricel, la primera vez que la Fiscalía General del Estado entró al lugar no reportó hallazgos, pero la segunda, cuando acudió el colectivo, desenterraron a cinco hombres y una mujer, que tendrían poco de haber sido inhumados. Gracias a los tatuajes aún visibles en uno de los cuerpos, una familiar identificó a su hermano.
La Gallera
Tres años y cinco búsquedas después, el colectivo María Herrera vuelve con la Brigada para explorar el paraje una sexta vez. No deberían encontrar nada, pero la falta de resguardo y las deficientes diligencias de la Fiscalía no son garantía para ellas.
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La vegetación respeta el camino hasta la casa y su horno. En circunstancias normales, el horno sería una construcción bastante inocua y común, necesaria para cocinar uno de los platillos más distinguibles de la gastronomía huasteca: el zacahuil, el tamal más grande de México, una mezcla de maíz martajado con carne de res y cerdo y que se sirve en porciones acompañadas de chiles en escabeche. Incrustado en el centro de una galera, cuyo techo de lámina de asbesto ya adolece el abandono, se erige el horno de ladrillo de adobe de unos dos metros de alto, por tres de frente y otro tanto de profundidad, con una boca negra abierta lo suficiente como para que dos buscadoras asomen el cuerpo. Después del forzado cambio de dueños a inicios del Gobierno de Javier Duarte de Ochoa, el horno de tamal se transformó en un crematorio. Es lo que intuyeron las rastreadoras del María Herrera en las primeras incursiones, cuando encontraron demasiadas cenizas y pequeños fragmentos de hueso. Fue por ese tiempo también cuando descubrieron que en la jerga de los torturadores se decía que “zacahuileaban” a las personas.
Enfrente se alza la casa de paredes exteriores de un rosa devorado por el sol. En la mayoría de las ventanas no hay vidrios y en otras, ni siquiera herrería. En la esquina de la pequeña cocina hay decenas de olotes perfectamente desgranados junto a algunos envases de cerveza “Barrilito”. Cada una de las tres habitaciones tiene un color distinto; en el primer cuarto, el azul, hay un sucio asiento de auto, dos empaques de condones abiertos y una mancha café, ya decolorada, pero aún distinguible: la huella hemática de una mano y, luego, muchos tallones en la parte baja, casi cerca del suelo; en el de en medio, de verde, sólo queda el esqueleto de un clóset sin cajones, del mismo color que las paredes, mientras que en el camino nos topamos con el empaque abierto de un par de pastillas para la diarrea; finalmente, el último, de manchas blancas con el rosa palidecido de la casa, nos recibe con un nombre escrito a lápiz compulsivamente en los muros: “Pedro Morales Juares”. Y luego, junto al apagador de luz, descubrimos otro nombre: “María Guadalupe”. De vuelta a la sala lúgubre, vemos que quedó plasmado, también con grafito: “Z-35”. Dieciséis escalones de concreto nos llevan a la losa en donde hay un cuarto sin terminar y abundante papel de baño, <>, pienso. Al frente yace el horno con sus cenizas frías; atrás, el patio de donde hace dos años sacaron los cuerpos; y en el perímetro encuentran, como novedad, cerca de una docena de garrafones para agua perforados en la base, vacíos y enterrados verticalmente.
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Recuerdo que cuando Maricel me platicó de “La Gallera” y los primeros trabajos de búsqueda, mencionó que había sanguinolentas marcas de manos en las paredes, como la que vimos en el primer cuarto, pero más pequeñas. Sus peores miedos se confirmaron los meses siguientes de aquel 2017 cuando, después de la exhumación de los cinco cadáveres y tras insistirle a la Fiscalía que había que seguir revisando el lugar, dieron con dos cráneos, uno de ellos, infantil. Bien, pues en ese cuadro de tierra oscura atrás de la casa, el 20 de febrero de 2020 pude distinguir el plástico de un chupón rosa cuando fui por primera vez al lugar. Yadira González Hernández, rastreadora de Querétaro que desde hace casi 14 años busca a su hermano Juan, también lo vio, pero el martes 18, cuando ocurrió la primera búsqueda.
—Mira, ven, es que quiero saber si, este… ¿Verdad que es humano? —Yadira se acerca hasta Tranquilina, de Guerrero, hincada en el patio trasero de la casa. Tras confirmarle que sí es, dirige la mirada hacia otra parte del suelo.—¡Mira, ahí hay otro! ¡Otra vértebra! ¡Y acá también!Yadira destacó rápido en la Brigada por su fortaleza y carácter. Ese martes, no obstante, se congeló al verse rodeada de pequeños fragmentos de hueso. Bastó con que la otra buscadora acariciara la tierra, para que de inmediato descubrieran restos óseos, la mayoría calcinados y tan pequeños que una decena cabía en la palma de un guante o en un recuadro de papel higiénico. Pedazos, además, cercenados con sierra, de acuerdo con el ojo experto de la queretana.
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—Y después, esos pedacitos de nuestra gente los revolvieron con restos o huesos de animales.Dañados por el fuego, explica que resultará difícil poder extraer el ADN de las piezas que, en todo caso, acabarán destruidas en el proceso científico. La reducción total. Con suerte, de ser identificables, los familiares apenas recibirían un documento que signifique la certeza de la muerte.El lugar explorado seis veces siguió vomitando huesos. Hay hasta cenizas enterradas. La Fiscalía General de la República apenas se daría abasto, así que las buscadoras deciden dedicar esa y otras dos jornadas posteriores a colar las cenizas del horno para identificar restos humanos. Son tantos que la pastor belga de la Policía Federal, Danisha, se satura del aroma de la muerte y ya no puede seguir apuntando lugares. Por eso Yadira prefiere volver a enterrar un puñado de huesos que había sacado de un agujero. Cree que los días, sumados a lo largo de los últimos dos años, no han sido suficientes para comprender la magnitud del problema, que este lugar debería ser intervenido por años, porque con el simple roce de la mirada quedan al descubierto los restos ennegrecidos.Las buscadoras que no pudieron ir el primer día supieron del rompimiento colectivo de aquella jornada. Durante los siguientes días me platican tímidamente que fue algo muy duro, un golpe bajo, un sollozo coral que no sucedió en el momento exacto para todas, sino que uno fue detonando otro y cada grupo tuvo sus instantes. No obstante, lo que sucedió en “La Gallera” se esparció como un hálito turbio y estremecedor entre todo el colectivo.
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—Fue un movimiento de sentimientos horrible —recuerda Yadira y resume su experiencia en el lugar—. “La Gallera” es un campo de exterminio total.Rodeada de fragmentos óseos, tiene que decidir entre permanecer inmóvil o caminar y aplastarlos para poder salir. Quiere agarrarse de Tranquilina para impulsarse en un brinco, pero su compañera le hace saber que, aún estáticas, ambas los están pisando. Entonces, cuenta que se rindió.—Creo que te contagias, ¿no? Una vez que ves que uno se quiebra, pues los demás también, la mayoría.Ya no quedaba más por hacer que llorar junto a Tranquilina.El día después de los hechos de “La Gallera”, el miércoles 19 de febrero, me reincorporo con la Brigada tras una ausencia de cinco días. Hay rostros nuevos, colectivos que se han sumado en reemplazo de otros grupos, aunque observo que flota sobre nosotras una atmósfera desgastada y melancólica.Alcanzo al grupo en un rancho a espaldas de un fraccionamiento residencial al noreste de Poza Rica, apenas separado por un camino de tierra y una barda de concreto retacada de alambre de púas. Dentro del predio, unas descansan bajo el techado de un comedero para vacas y otras trabajan unos 150 metros al interior. Ahí, tras subir y bajar la accidentada orografía del terreno, tenían la certeza de encontrar restos de una “cocina”, pero apenas sacan ropa, una constante durante la Brigada: aquí o allá donde se escarbe, surgen prendas.
Desesperanza
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En el camino del punto de búsqueda al sitio de descanso es cuando Maricel me dice que ya no cree poder hallar a Iván. Ahora, todo parecía encajar. A dos días de cerrar la Brigada, mientras recorremos un rancho en donde la tierra vomita ropa, finalmente exhala, agotada:—Yo siento que ya no lo voy a encontrar nunca.
Cuando hacemos un descanso, María de los Ángeles Ortiz reparte enchiladas para sosegar el hambre. Pregunto por el zacahuil, comida típica de la zona, pero contesta que está prohibido en el colectivo y me entero de la referencia del horno de “La Gallera”.—Los “zacahuileaban”.Disculpando mi desliz, me cuenta que el 16 de marzo de 2015 desapareció su hijo Ángel Raymundo Castro Ortiz, de entonces 19 años, quien estaba en la Ciudad de México para grabar un disco de rap, pero que había vuelto a Papantla para visitar a su familia y ver a su novia. Partió en un taxi colectivo hacia Poza Rica y, según lo que ella investigó, fue detenido en el sitio de taxis por la Intermunicipal, a tres meses de que la corporación fuera desmantelada por Duarte. El sentimiento que permea en Maricel lo revive el resto del colectivo.En el centro del valle a nuestra derecha un frondoso árbol de mango exhibe en su corteza los impactos de bala como cicatrices y únicos vestigios del horror que se extiende como niebla sobre Poza Rica y el norte de Veracruz. La voz de María se eleva una octava. También confiesa que no creen poder encontrar a sus desaparecidos, ya no, luego de la confirmación de las “cocinas”. Habla sobre la inhumanidad y reclama que, si ya tomaron vidas ajenas, por qué se empeñan en que no los encuentren, que bien podrían dejarlos en algún sitio para recogerlos y velarlos. Pero no es así y hoy no tienen una tumba donde llorar, así que nada más les queda poder hacerlo aquí, en los sitios donde buscan, porque no tienen idea de dónde quedaron.
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Cocinas humanas
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La declaración de Karim
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—Es cuestión de investigar a los elementos de las corporaciones policíacas —se lee en su declaración firmada y con las dactilares al calce.En la hoja foliada con el 610 el detenido menciona explícitamente que las personas que su gente asesinaba eran calcinadas o “cocinadas” y luego expone los puntos georreferenciados en donde realizaban esas prácticas: los ranchos de “El Palmito” y “Del Abuelo”, ubicados en la carretera entre Poza Rica y Cazones. Aunque los federales durante el período del Presidente Felipe Calderón Hinojosa supieron de la existencia de esta práctica en el norte de Veracruz, jamás se hizo algo por detenerla.