“Lo único que tienes que hacer es agarrarte”: el pole dance salvó mi vida

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“Lo único que tienes que hacer es agarrarte”: el pole dance salvó mi vida

"Cuando acaba la clase, sabes que tus problemas van a seguir ahí, pero ya sabes que, como en el Pole, hay que equilibrar tu cabeza con el cuerpo: si te estresas, te resbalas".

Valeria Lozano, instructora de Pole Dance, enseña a sus alumnas que hay que aferrarse con todo: la piel, los músculos, la fuerza. A las nueve de la mañana de un martes, el sol se cuela por el amplio ventanal del salón enclavado en el pueblo de San Bernabé, al sur poniente de la Ciudad de México. A través del cristal se asoma el cerro de Las cruces, decorado por un puñado de casitas amontonadas unas con otras. En San Bernabé todo parece estar amontonado. Las estrechas calles son laberintos que se extienden sobre un terreno irregular, congestionadas de autos y camiones. En cada esquina hay puestos de quesadillas, locales de pollo rostizado y farmacias que además de medicamentos, surten alcohol, pero para beber. Justo arriba de una de estas farmacias-vinatería, en la calle de Zapata, se encuentra el estudio que instaló Valeria junto a su madre, Isabel.

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"¡Qué asco!" Valeria frunce la nariz y simula un gesto de náusea. "Huele a pura grasa de chicharrón". El aroma que asciende hasta el salón proviene de un puesto cercano de antojos fritos. Valeria es una mujer alta, de 33 años, el cabello teñido en una tonalidad imprecisa entre el rojizo y el rubio. Las cejas son dos finas líneas, como si se hubieran desvanecido tras constantes visitas a la estética. "¡Ándale, mi reina, tú puedes!", le grita a una u otra alumna, con la voz ronca de una diva que, sin embargo, no le teme a las palabrotas. "¡No te rindas, que tu eres muy chingona!".

Las bocinas amplifican las vibraciones de "Firework", de Katy Perry. De los cinco tubos que se extienden desde el piso hasta el techo, mujeres de diversas edades siguen sus instrucciones, tomándose su tiempo y midiendo cada una su propia resistencia física. Hay desde niñas de nueve años, que trepan el tubo con la ligereza de una ardilla hasta señoras que bufan con auténtico esfuerzo al tratar de equilibrar su cuerpo sobre el tubo. Hasta que lo logran.

En el pueblo de San Bernabé abunda la oferta de clases físicas. Además de graffitis y pósters de sonideros y toquines, las calles se inundan de cartulinas de colores neón y anuncios impresos en mantas plásticas: clases de Zumba, Tae Kwon Do, hip hop o twerking. En diciembre del año pasado, Valeria y su madre, Isabel, decidieron abrir su propio estudio aquí, justo arriba de la farmacia, los puestos de antojos y una tropa de alcohólicos callejeros que inician su jornada como bebedores desde tempranas horas. Aquí han iniciado un negocio que contempla la atención y el cuidado de un elemento: "la autoestima", dice Valeria. Se trata de ayudar a las mujeres a fortalecer su autoestima.

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"¿Qué buscan las alumnas? Tal vez no quieren tener un cuerpazo".

Valeria habla como si hubiera pensado en eso muchas veces, en todas las ocasiones que una mujer se inscribe a su clase, en todas las veces que ella misma reflexionó sobre su propio cuerpo.

"O tal vez sí quieren un cuerpazo, ¿y por qué? Porque buscan ser observadas. Que volteen a verlas, las admiren. La mayoría de las alumnas viene porque busca la atención y calidez que no existe en otros aspectos de su vida".

Lo dice con la certeza de quien ha pensado en eso muchas veces, en las innumerables veces que ella, Valeria, buscó aquello que no tenía en su vida.

***

En todas las fotografías de hace diez años, en las que posaba con sus dos hijos, Valeria se encargó de desaparecer su propia imagen. En el lugar donde ella debería estar, quedan los bordes rotos del papel fotográfico. La Nada. Un espacio vacío donde antes estaba congelada una mujer de 93 kilos de peso.

Pocas fotos sobrevivieron a esa censura. En una aparece abrazando a sus dos hijos. Las cejas delgadísimas es lo único que todavía conserva. El rostro es redondo, el cuello grueso. Valeria mira a la cámara con seriedad amarga. El cuerpo cubierto por una chamarra holgada a rayas.

En otra imagen aparece de nuevo con sus niños, un poco más grandes. Esta vez es una chamarra negra y suelta la que la cubre. En la cara luce unos lentes enormes de sol que intentan ocultar los estragos de la noche previa. Su boca estática se abre en una carcajada. Valeria explica que la diferencia entre ambas imágenes radica en que, en la época donde se tomó la fotografía en la que no sonríe, ella aún vivía con su marido, bebía casi diario y era golpeada con la misma frecuencia. En cambio, la segunda imagen fue captada tiempo después de que su marido dejó la casa porque Valeria le puso "una rociada con gas pimienta y una patiza que no se le va a olvidar en su vida". Se acabaron los golpes. Pero no el alcohol.

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"¿Ves esos lentezotes? Los usaba porque la noche anterior me puse una borrachera y estaba cruda".

Valeria muestra otra fotografía en la que usa una bata holgada y gris. "¡Mira nada más qué brazotes!" Ahora han pasado diez años, su cuello es afilado, el talle de su cintura se marca a través de la blusa de licra que usa para dar clases de tubo. "¡Era una fodonga!" Su gesto se frunce, como si el olor a grasa quemada de la calle hubiera vuelto a rozarle la nariz.

En sus juicios hay una remarcada mezcla de desprecio hacia su cuerpo, pero también, de exhibición de orgullo: "Sí, señor. Yo era obesa y alcohólica. Y mírame ahora".

Se desliza y gira en el tubo. Sostiene su peso con las extremidades magras. Se engancha con sus corvas para mantener el torso en el aire, y enseguida toma el tubo con las dos manos e impulsa las piernas al cielo, con la cabeza apuntando hacia el suelo.

La gente cambia.

Pocas de sus alumnas pueden hacer lo mismo que ella. Todo a su tiempo. Cosa de disciplina y constancia. Hay que ser pacientes. Tener mentalidad positiva.

"Cambiar el discurso, del 'no puedo' al 'voy a intentarlo'", dice Valeria, que se abraza del discurso ganador y motivacional de todo entrenador deportivo. Porque después de la época oscura, integrada por la violencia de su pareja, la depresión y el alcoholismo, Valeria es ahora una instructora que, cuando habla de los beneficios del Pole, sigue un ritmo parecido al de los conductores de infomerciales de la televisión: "salud emocional, autoestima elevada, fortaleza. ¡Más que cuidado físico, el deporte es cuidado emocional!", agudiza la voz y enfatiza las palabras, como si vendiera un producto. En algo debe influir que hace varios años trabajó como animadora y demostradora en tiendas. En algo influye también la fe que tiene en el deporte, una fe casi religiosa.

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Mientras Valeria supervisa que sus alumnas suban, bajen, se arqueen, contorsionen y giren, Isabel Caro, su madre, se entretiene pasando un trapeador en los rincones de azulejos blancos. "¿Un café?", ofrece y enseguida aclara: "Bueno, en realidad no es café. Sabe a café, pero es más saludable". Isabel apresura sus pequeños pies hacia una mesa de plástico provista con calentador de agua y bolsitas de té, que contienen algo que supuestamente sabe a café, pero no es café, sino…

"Ganoderma, es un hongo. ¡Buenísimo! Antioxidante".

La verdad, no sabe a café. Pero Isabel jura que es muy saludable, como todos los productos naturistas que vende en el gimnasio. Ella misma lo consume. También fue alcohólica. Décadas enteras de devoción a los "pomitos" han sido sustituidas por ganoderma, alga spirulina, y los libros de yoga y autoayuda.

Pequeña y energética, Isabel comparte con su hija la devoción por el deporte. Hace más de dos décadas que, después de leer todos los libros de aerobics que pudo comprar, Isabel improvisó un gimnasio en una de las habitaciones de su casa. Vestida con calentadores, mayas y esas ridículas bandas afelpadas para el cabello que se usaban a inicios de los noventa, impartía la clase a vecinas, conocidas y su propia hija.

***

Valeria tenía 16 años. Había salido a cenar con su novio Salvador, de 22. Cuando volvió a la casa de su madre en la madrugada, esta le impidió la entrada. Isabel había bebido. Discutieron. Isabel no deseaba que Valeria viviera en esa casa y el sentimiento era recíproco. Esa noche Salvador le propuso a su novia vivir juntos.

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Los recuerdos de Valeria están rotos, son vagos: "desastres de varios días. Borrachos por aquí y por allá. Mi mamá medio se acuerda, pero no está muy consciente. Es algo que jamás le reprocho. Nunca jamás. Todos en la familia estábamos enfermos".

Valeria se integró a la casa de sus suegros en Puebla. Su novio trabajaba como DJ en centros nocturnos y teibols. Ella cantaba en grupos musicales que animaban bodas y quince años. En sus noches libres, acompañaba a Salvador a los antros para ayudarlo a limpiar la tornamesa y adecuar los discos. "La relación tenía su parte linda y fea", dice. En el lado luminoso, estaba Salvador enseñándole a mezclar pistas musicales. En el lado más oscuro: "Recibí el primer golpe cuando estaba embarazada de mi primer hijo". Tenía 20 años.

Luz María.

***

Cuando intenta sostenerse con los muslos apresando el tubo, Luz María deja escapar un bufido sonoro, honesto en su esfuerzo. Los músculos se relajan y, aunque sus manos todavía se aferran al tubo, sus pies ya están de nueva cuenta en el suelo. Esta es su primera clase de Pole Dance. Lo primero que deberá aprender, es a aferrarse con la piel. Con los músculos. Con toda su fuerza.

Qué diferencia de las dos niñas que ocupan los tubos delanteros. Una tiene nueve años, la otra, ocho. Una es hija de Luz María, la otra, su nieta. Ágiles y ligeras, las niñas ejecutan las rutinas con la facilidad que brinda esa edad donde todo es juego. Para Luz María las cosas no son tan fáciles y tampoco son cuestión de juego. Viene a despejar la mente, antes de que la invadan pensamientos funestos. En un gesto de confianza me muestra las cicatrices lineales de las heridas que ella misma se abrió en sus muñecas. Problemas de pareja, falta de dinero, desempleo. No tiene empacho en decirlo: está deprimida y viene aquí a olvidarse de todo, menos de escalar con empeines, piernas, brazos, manos.

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"Un instructor debe enseñarle a sus alumnas lo hermosas que son", asegura Valeria, con tono enfático, casi teatral. Luz María, una mujer de cincuenta años, con grandes ojos castaños y nariz afilada dentro de un rostro enmarcado por el lacio cabello corto, es hermosa. Pero cuando la instructora la guapea, Luz encoge los hombros como si quisiera esconder la cabeza en ellos.

***

Isabel calla. De su cabeza trata de rescatar alguna imagen de los años más difíciles de su hija. "La recuerdo…" se detiene, entrecierra los ojos, dispara palabras:

"Descuidada. Apagada. Es decir, no tenía brillo en los ojos. Lo que pasa es que este cuate (su pareja) le daba mucho de comer, llegaba con refrescos y bolsotas de papitas y ella, para no tener problemas, accedía".

"Usaba blusas holgadas porque el tipo era celoso. Pantalones y playeras guangas, para que no la lastimara, porque cuando iban en la calle la pellizcaba. Ella le tenía miedo. Era un energúmeno que volteaba cosas, le pegaba. Eso sí, era muy guapo de joven. Hermoso. Pero se transformó. Hasta parece que Valeria repetía mi historia. Yo me casé a los ocho días de conocer a mi marido. Y a partir de entonces, todo fue violencia. Mis hijos y yo vivíamos aterrados por él. Pero de eso no me gusta hablar".

***

Lo primero que Valeria supo reconocer de sí misma cuando comenzó a asistir a clases de Pole Dance, en Puebla, fue que tenía buenas extensiones. Brazos y piernas resistentes y flexibles. Eso era un buen comienzo, aunque ella misma infravalorara su cuerpo. Se reía de él: "Creía que en el tubo me veía como paleta tutsi pop", dice. "El palito coronado por una bolita de dulce"

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Fue Alexa quien le insistió en que tomara las clases. Alexa era su nombre artístico, trabajaba en uno de los clubes donde Salvador era DJ. Se hicieron amigas y aunque Valeria no hablaba de su vida, quizá Alexa intuyera que necesitaba alguna actividad que le fortaleciera el ánimo.

"La última golpiza de mi pareja me dejó deshecha", dice Valeria. Esa noche, después de la pelea, se plantó frente a un espejo. Inspeccionó su boca hinchada. Los moretones. Pensó en sus hijos. En ella misma. El alcoholismo, que también padecía su mamá.

"Empecé a cuidarme, pero ¡no te creas que me refiero nomás a enflacar!", dice Valeria. "¡Ni madre! Se trataba de realmente cuidarme. Comer sano, dejar de beber. Tirar los pinches batones y empezar a vestirme bien".

Su madre, Isabel, también la estaba pasando mal. Ambas intentaban salir de la adicción y la depresión. Cada una por su cuenta, al rememorar esos tiempos, lo hace con crudeza. Cada una por su cuenta, en charlas separadas, menciona de manera velada y sin detenerse en los detalles, cierta sensación asfixiante de locura.

"Entonces es cuando buscas eso que te hizo feliz", dice Isabel.

Isabel y Valeria comenzaron a acompañarse mutuamente en sus rutinas de ejercicio.

***

Hace algunas semanas a Luz María le solicitaron entregar las credenciales que la identificaban como policía preventiva. Aunque fue dada de baja hace cuatro años, ella aún conservaba sus identificaciones, como un truco para convencerse de que eso era temporal y que iba a regresar. Ahora no hay forma de engañarse. Ya no es policía y punto.

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Lo explica así: después de 20 años de servicio, el piso se le desmoronó bajo los pies y lo más cercano que encontró para engancharse y no caer, fue el gimnasio de Isabel y Valeria. Clases de Pole Dance, tahitiano, cardio, Zumba. Ella está inscrita en todas. "Paso bastantes horas al día". Hace cuentas. Por lo menos, unas cinco.

Si en algo le ha ayudado su empeño, es a mantener a raya ciertos pensamientos sombríos, y la compulsión por hacerse daño. Lo acepta: está deprimida. Solo cuando rememora su labor como sargento primero, los ojos le flamean y entonces sí: acelera el ritmo de sus palabras, da tonalidades a su voz, gesticula, representa escenas.

"¡N'ombre! Me tocaron un montón de amenazas por drogas", cuenta con una súbita elevación de su ánimo. Qué inmejorables tiempos los de patrullaje en la delegación Iztacalco y las colonias Juventino Rosas, Ramos Millan, Granjas México. Cuántas cosas no le pasaron. Se acuerda de aquella vez que emprendió carrera para detener a un presunto homicida. En otra ocasión, unos pandilleros la agarraron a patadas y golpes. Hubo una mañana en que el conductor de un coche se le emparejó para amedrentarla por la detención de su sobrino. "Esa era mi vida y yo la amaba", dice con la voz al borde del quebranto.

Luz María cuenta que, cuando perdió el trabajo, se desmoronó. Subió varios kilos, los volvió a bajar, se cortó las muñecas, se vio envuelta en violencia de pareja…

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"¡A veces mis alumnas me recuerdan a mí!", dice Valeria. Depresión. Violencia. Adicciones. Ella también ha pasado por eso. Valeria extiende otra fotografía: está dormida, en el suelo. El brazo izquierdo le cubre la mitad del rostro. Sólo se aprecian sus ojos decorados de sombra color azul metálico. "Ésa me la tomaron unas amigas en una borrachera". Explica. Después de cada fiesta, latía la amenaza de que la cruda no sería lo peor en ocurrir: "Para empezar, mi marido me despertaba a golpes y gritos de a dónde me había ido de puta, la casa era un desmadre, los niños andaban sucios, se servían ellos solitos el cereal".

Valeria está convencida de que fue el ejercicio y el Pole lo que la ayudó a mejorar su vida.

"¿Así de fácil?", le pregunto.

Valeria tuerce la boca, duda. Finalmente responde que no.

El deporte ayuda a disciplinar el temperamento, pero no soluciona la vida.

Sí, comenzó a asistir a clases de Pole Dance. No. No era constante. "Tardé mucho en aprender y no iba a las clases con placer. En esa época andaba medio reventada, me valía madres todo".

Paola, una de las alumnas de Valeria.

Sí, comenzó a hacer ejercicio con su madre. No. Ninguna de las dos había dejado de beber. "Todavía tenía rezagos de la bebida. El alcoholismo es bien cabrón, me jalaba. Y a veces me iba a beber con mi madre. O ella llegaba a mi casa con sus amistades, que a echarse un pomín".

Luego, repitiendo el esquema familiar, comenzó a dar clases deportivas en su casa, a vecinas, amigas y sus propios hijos, basándose en lo que aprendió a través de DVD's caseros.

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"Mis hijos renegaban cuando los incluía en las clases. Y yo les decía: 'Cállense ¿O qué? ¿Me quieren ver gorda?'".

Lentamente, el ejercicio y las clases fueron apoderándose de las horas del día, quitando espacio al tiempo dedicado al desmadre, el alcohol, las desveladas. No fue un cambio radical, dice Valeria. Pero de alguna forma, el Pole Dance llevó su vida hacia una dirección más amable. Espera que con sus alumnas ocurra un cambio similar.

***

Una mañana de jueves, Valeria siente un dolor en el costado derecho. Frunce el rostro, se lleva los dedos a la parte que le duele y aprieta. Un segundo después, comienza nuevamente a gritar órdenes y porras a sus alumnas con su voz enronquecida y mal hablada.

"¡Puta madre! Llevo dos días con una molestia", dice en privado, antes de girar la cabeza, sonreír y gritar a una de las asistentes a la clase: "¡Bien, mi reina! Pero eleva más la rodilla, ándale, tú puedes". Luego inclina la cabeza, y se queja otra vez del dolor.

"Con tanto desmadre y chupe, ahora tengo problemas de hígado y páncreas", me dice.

"¿Ya no tomas nada de alcohol?", le pregunto. Valeria lo piensa antes de contestar.

"Sí me llego a tomar dos cervezas. O tres. El domingo fueron los 15 años de mi hijo y me tomé como media jarra de piña colada. Sí consumo alcohol, pero no muy a menudo. Ya no me llama la atención. Me duele la cabeza con la pinche cruda y qué güeva dar clase así. La última vez que salí de noche me tomé dos tarritos de cerveza y un tequila. El alcohol me parece equis. Pero me ha costado superar la bebida, porque he vivido con ella siempre".

Lo que esta mañana bebe Valeria es un producto naturista color verde fluorescente de los que surte su madre. Durante muchos años, doña Isabel fue propietaria de un bar en Puebla llamado Ragazzi. "Tomaba alcohol, porque mi trabajo lo exigía", dice, como si se disculpara. "Antes vendía ese veneno a la gente". Pero ahora es distinto. Ahora vende jugo fluorescente.

Solemos aferrarnos de algo cuando la vida se cae a pedazos. Doña Isabel lo hizo del alcohol. A la par, también lo hizo de la religión: se hizo mormona a pesar de las insólitas prohibiciones de café, té o alcohol que establece esa comunidad. Ahora es el ejercicio, la dieta vegetariana y el budismo. De todo eso habla con fervor casi religioso: "Estamos en la era de Kali: todo está revuelto. Y la única manera de conectar cuerpo y espíritu es el canto de Hare Krishna".

Con una voz aguda y los ojos cerrados, Isabel comienza a cantar: "Hare Hare, Hare Krishna, Krishna, Krishna, Hare, Hare". Hace una pausa, abre los ojos:

"Hay que amar a Krishna. Hacer lo que le agrada".

Valeria en cambio, se declara atea. Prefiere aferrarse a la disciplina del Pole que a la religión para superar los conflictos. "Me estresan muchas cosas: la primera, es mi mamá. La segunda, son las complicaciones económicas. Y la tercera, es que me chinguen la madre con presiones. Pero el deporte te enseña que eres capaz de hacer más cosas. Cuando acaba la clase, sabes que tus problemas van a seguir ahí, pero ya sabes que, como en el Pole, hay que equilibrar tu cabeza con el cuerpo: si te estresas, te resbalas".

El deporte, como la religión, tiene sus dogmas y enseñanzas.

"Además", dice Valeria, cerrando los ojos, "es tan bonito sentir que, con agarrarte de un pie y de una mano, fluyes. Y que todo gira. Y que lo único que tienes que hacer es agarrarte".