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Mundial 2018

El peruano como espectador

Un cruce de correos literarios para comentar los pormenores del encuentro en Rusia 2018. Hoy, desde Perú, Carlos León Moya
Foto: EPA-EFE/ERNESTO ARIAS

Artículo publicado por VICE Colombia

Escritores de Latinoamérica arrancan en VICE la serie “Correspondencia Mundial”, un cruce de correos literarios para comentar los pormenores del encuentro en Rusia 2018. Hoy, desde Perú, Carlos León Moya.


Una cosa me distingue de los participantes de esta Correspondencia: yo nunca había visto a mi selección en un Mundial. Por eso, he desarrollado junto a mis compatriotas un amplio expertise en el papel que cada cuatro años nos tocaba: el de espectador. Un hincha sin compromiso que escoge su país de origen diez minutos antes de un partido, un televidente sin lealtad que cambia de camiseta como quien cambia de trusa.

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Otra cosa me distingue de ustedes: mi país no pasó la primera ronda. Por eso, podemos deshacernos de ese extraño rol que nos tocó: el ser verdaderos protagonistas del futbol mundial. Era muy costoso. Implicaba involucrarse emocionalmente. Reír, gritar, dejar de dormir. Emoción, angustia, ansiedad. Quedar herido, lloroso, de luto. Ahora sé qué estar en un Mundial: es sufrir como nunca.

Y como el Mundial terminó para nosotros, podemos regresar a ser unos espectadores magníficos. Ah, la belleza de ser un hincha circunstancial.

Ahora que estamos fuera, a algún país debemos apoyar. Y tiene que ser sudamericano, según el mandato regional (incluimos a México: el Chavo del Ocho ha eliminado distancias geográficas). ¿A quién apoyaremos entonces, y por qué?

Agustín Acevedo escribió sobre esta (extraña) nueva amistad entre Uruguay y Perú. Tiene razón. Yo lo había puesto en mi borrador antes de leerlo a él. Me intriga. ¿Qué es? ¿Por qué varios peruanos, yo entre ellos, deseamos realmente que campeone Uruguay, aquel lejano país con tres veces menos habitantes que Lima?

Quizá porque tenemos a Chile como enemigo común: en Uruguay se disparó la rivalidad con los ataques de Gonzalo Jara a Edinson Cavani en el 2015, y en el Perú empezó con los ataques a Tacna, Arica y Tarapacá en 1879. Quizá sea cierta solidaridad entre dos David que buscan enfrentar a miles de Goliat: Uruguay siempre con la piedra en la mano, siempre dispuesto a morir peleando, y el Perú buscando alguna astilla perdida por ahí en sus 197 años de vida independiente. Quizá sea nuestra ambivalente relación con los argentinos: tan parecidos y distintos a los uruguayos, tan queridos y odiados por los peruanos. No sé la razón, pero sé que existe. Y es probable que esa sea nuestra nueva lealtad. Al menos, será la mía.

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Nuestra relación con los brasileños es más obvia: es ese vecino simpático y alegre, imposible de odiar. En el 2011, un diario de derecha acusó al entonces candidato presidencial Ollanta Humala de ser financiado por la empresa brasilera Odebrecht. La portada era ridícula: Humala aparecía con una camiseta brasilera celebrando un gol. ¿Cómo iba a funcionar una denuncia así? ¿Quién odia a un brasilero?

Aunque ahora asociemos Brasil a corrupción, siempre será el refugio seguro del hincha peruano. De niño, preguntaba a los mayores por qué querían que ganase Brasil. La respuesta casi siempre era la misma: “porque siempre ganan”. Pero también nos inspiran compasión: aún recuerdo los gemidos de pena, cada vez más prolongados, que emitían mis compatriotas con cada gol que Alemania metía a Brasil durante el 7 a 1 (“oooh”, “ooooooh”, “oooooooooooooooooooooh”).

Pese a ser vecinos, nuestra relación con Colombia no está cargada como con Chile o Ecuador. Es casi neutral. No los podemos odiar. Es como el vecino de enfrente que te cae bien de vista, pero nunca le hablas. No tuvimos ninguna guerra importante con ellos (nadie sabe qué es el Triángulo de Leticia). Escuchan salsa como nosotros. Son muy guapos para nuestros estándares. Grupo Niche, el Pibe Valderrama, Angie Cepeda. Tenemos a muchos Cartagena, pero no lo asociamos al mercado de esclavos de Cartagena de Indias. No distinguimos sus acentos: gracias a El Patrón del Mal, creemos que todos hablan como paisas. La gente que vive en sus Andes puede ser blanca, rica e importante, y discriminar a los que viven en la costa por ser pobres y de color: en el Perú pasa al revés. Creemos firmemente que los colombianos, más que jugar bien, juegan bonito. Y así nos gusta. Por eso no dejamos irse a Johnnier Montaño, a quien usted tendrá que googlear. Admiramos cómo salta Yerry Mina. En el Fan Fest de la Plaza de Armas de Lima, la gente gritó el gol de Colombia a Senegal más que los otros goles. Hasta ahora no sé por qué.

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Con Argentina todo es más complejo: una mezcla de admiración y desprecio.

Por un lado, los queremos. Los admiramos. Celebramos cosas de ellos que no tendremos. Uno es su fenotipo (somos un país racista: describimos como positivo que los argentinos sean blancos, que tengan “buen tipo”). Otro es su desproporcionada relevancia mundial (Messi, San Martín, el Papa, Maradona, el Che). Y la más llamativa es su acento: muchos de nuestros periodistas deportivos imitan el acento argentino para darse una mayor relevancia. Enfatizan la última sílaba, entonan distinto las oraciones, utilizan palabras lejanas a nuestro argot (“el aguante”). En el otro extremo de la ternura, conozco personas que hablan como argentinos solamente cuando están borrachos, como un anhelo oculto que salta a la superficie con el alcohol.

Pero también los odiamos. Solo así se explica la siguiente escena.

Dos horas y media después de la eliminación de Perú por Francia, con la pena que dormitaba como flojo cognac dentro de mí, escuché un grito. Luego risas y aplausos. Mi taxi avanzaba por la Plaza Dos de Mayo y una persona corrió frente a nosotros gritándole a alguien al otro extremo de la vereda:

-¡Oe! ¡Gol, ón, gol! ¡Golazo!

Sabía que significaba esa alegría. En términos peruanos, la llamaríamos “cachosa”.

Era un gol contra Argentina.

Cinco minutos después estaba en mi usual puesto de menú en el Pasaje Olaya, en el centro de Lima. A mi lado varios compatriotas míos, aún con la camiseta puesta, miraban el partido con los tenedores en la boca. Al minuto 91 llegó el gol de Rakitic, duro 3 a 0. La reacción de los comensales no fue de sorpresa. Tampoco compasión. Fueron risas. Jajajaja, los peruanos comenzaron a reírse señalando la pantalla, jajajaja, poco faltaba para que empezaran a aplaudir. Se rieron todos y salieron del restaurante un poco más felices de lo que llegaron. Quizá porque también odiamos a los argentinos, o simplemente porque la caída del hermano nos hace sentir menos caídos. Nos consuela. Nos hace pensar que no lo hicimos tan mal.

En el mismo lugar de menú vi el Argentina - Nigeria: causa de entrada, olluco con carne y medio litro de emoliente a diez soles. Unas sesenta personas –todas sin camiseta- reían cuando atacaba Nigeria. A mi lado, una mesa con doce oficinistas de algún ministerio gritaba, celebraba, hacía barra por Nigeria, carcajeaba cuando aparecía Maradona, carcajeaba aún más cuando oían a Pablo Giralt decir que no había que rendirse. Todos éramos Nigeria. Águilas y Cóndores unidos jamás serán vencidos.

Pero cuando Marcos Rojo metió el segundo gol, los nigerianos circunstanciales gritaron y aplaudieron. Celebramos con sinceridad. Estábamos cambiando de bando. Los doce oficinistas nigerianos se volvieron argentinos de golpe, comentaban las virtudes de Messi, sacaban latas con dulce de leche. Habíamos vuelto a ser espectadores: el maravilloso arte de cambiar de lealtad cada diez minutos porque no te juegas nada, porque ninguno será tu rival.

Alguna vez leí que en el Perú “nadie quiere a nadie y nadie odia a nadie, sino que todos olvidan a todos”. Será por eso que cambiamos tan bien de bando. Y por eso no importa tanto mi pregunta inicial. Apoyaremos al que le vaya mejor. Al que nos parezca más simpático. Al equipo más débil. Al que tenga la camiseta más bonita. Y si pierden, cambiaremos de país.