Coronavirus

El confinamiento nos ha hecho darnos cuenta de que nunca deberíamos haber dejado los videojuegos

Entre tanto ocio virtual y supuestas posibilidades de crecimiento personal, los videojuegos nos ayudan a perder el tiempo.
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Collage por VICE

¿Por qué habíamos dejado de jugar? Basta un paseo por Forocoches —y a falta de calle estoy dando muchos— para encontrar decenas de mensajes como estos:

“Estoy tan jodido que igual vuelvo al wow [ World of Warcraft] despues de 5 años sin jugar T_T, nada me llena”, decía uno. “Después de años y años vuelvo, tenía prácticamente el puto juego al 100 [hablando del Skyrim] Un colega empezó hace poco y cuando empezó la cuarentena tocó volver, personaje nuevo con rol difícil (mago de combate sin armadura).”, comentaba otro. O “Estoy viendo si me pongo un emulador de ps2 y me vuelvo a pasar el Dragon Quest del periplo del rey antiguo… ayer encontré la carátula del de ps2 y pfffff….”, que decía un tercero.

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Los tres foreros hablan de lo mismo: en esta situación anómala están volviendo a jugar a los videojuegos que habían abandonado hace años. Buscan una manera de escapar del remolino de malas noticias y obligaciones extrañas impuestas por el confinamiento y recurren a juegos que dominaron en su momento, quizá porque les gustaría regresar, aunque sea virtualmente, a un lugar donde todo les resulta familiar y predecible.

No son los únicos. Mientras los medios especializados publican listas con los juegos más largos para aliviar el aburrimiento (The Witcher 3, Persona 5 y Animal Crossing: New Horizons pasan de las cien horas a un ritmo normal), y algunos aficionados interpretan The Last of Us como una preocupante profecía sobre lo que podría venir tras la pandemia, muchos hemos recuperado los títulos a los que jugamos durante nuestra infancia y primera juventud. Influye la nostalgia, pero también la necesidad de suspender, al menos durante un rato y sin levantarnos de la silla, la interacción incesante a través de las redes sociales.

Son días extraños durante los que querríamos escapar del mundo. Hoy la realidad es un fenómeno viral que está por todas partes y nos amenaza y duele a todos simultáneamente. La enfermedad nos recuerda que todavía no somos ciborgs, que nuestros cuerpos son vulnerables. Y aunque hay quien ya sostiene que el cuerpo humano es un dispositivo obsoleto y que la realidad virtual es el lugar donde acabará la tiranía de nuestra propia carne, de momento, hasta que podamos viajar en forma de datos por las lejanas galaxias del ciberespacio, disponemos de muchos mundos virtuales en los que aislar nuestra atención.

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"Mis campañas son muy repetitivas, se parecen mucho entre sí, y las alargo artificialmente. Es un consuelo que me aleja de la realidad"

Guillermo V. Zapata, guionista y músico en Madrid, me cuenta que hacía quince años que no jugaba al Age of Empires II y, en estos días, ha montado una LAN privada para batallar contra varios amigos: “El resultado fue espantoso, y diría que ha sido más entretenido el proceso de instalación, configuración de la LAN y todo eso que el rato que jugué (hasta que me humillaron). Eso sí, en cuanto termine los 5 libros, las 8 pelis, los 12 memes y las 3 ciberbirras pendientes, me pondré unos tutoriales y a conquistar!”

Yo siempre he sido de Nintendo y he recuperado el Mario Kart, esta vez a través de un emulador que funciona en prácticamente cualquier ordenador. Juego contra la máquina, sin buscar puntuaciones o logros: como el que pasea por el GTA sin matar a nadie. También, como Guille o el joven filósofo Ismael Crespo, que busca continuamente compañeros de partida, echo muchísimas horas al Age of Empires II y eso me distrae. Mis campañas son muy repetitivas, se parecen mucho entre sí, y las alargo artificialmente. En esa repetición, en esa forma hipnótica de jugar, encuentro un consuelo que, por un rato, me aleja de la realidad.

Marina Gómez Carruthers es profesora de diseño de moda en Murcia y también ha echado mano de los videojuegos después de bastante tiempo. En su caso, la experiencia no ha sido tan buena:

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“Me reinstalé el Bugdom, un jueguecillo sobre un bichito en un jardín que venía con mi primer iMac, presa del aburrimiento y la frustración. En realidad todo lo que quiero es quedarme debajo de una manta hasta que todo esto pase, sintiéndome mal por no haber ordenado toda la casa, organizado mi ropa, leído a Proust y hecho yoga con un vídeo tutorial, así que jugar a un videojuego me pareció la manera más eficaz de aunar mis verdaderos deseos y mis supuestas obligaciones, pero el hecho es que soy malísima y ya estoy aburrida y frustrada otra vez.”

"Ahora que nos sobran las horas, nos cuesta perderlas sin sentirnos culpables"

Como indica Marina, ahora que se ha desgarrado el tejido de las cosas, aparece la frustración por no encajar en el relato que entre todos estamos construyendo sobre la cuarentena. Esta pausa que lo está desbaratando todo, que ha detenido el ritmo insensato de la producción en el trabajo, nos trae una supuesta responsabilidad nueva: ser capaces de consumir sin atragantarnos todo el ocio virtual que se nos ofrece.

Parece que incluso ahora que nos sobran las horas, nos cuesta perderlas sin sentirnos culpables. Y es que para muchos, el salto de la infancia a la juventud consistió en desprenderse de todo lo que no tuviera sentido, es decir, no estuviera dirigido a alcanzar una meta. Muchos adultos hemos aplicado los rasgos del mundo serio (reglas, sentido y esfuerzo) también a nuestro tiempo libre. Llenamos las redes sociales con contenido que, además de entretenernos, busca proyectar una imagen calculada o crear ciertos lazos que nos serán útiles.

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Leemos y vemos películas —igual esto es cosa mía: así de miserable soy— para acaparar conocimiento y recursos, para encontrar temas y datos, incluso un estilo, que podría resultar útil cuando vayamos a buscar trabajo o a escribir un mensaje en Tinder; para distinguirnos de quienes no han consumido tanta cultura. Quizá por eso —sospechábamos que era una pérdida de tiempo— habíamos dejado de jugar.

Pero ahora podemos permitirnos hacer cosas inútiles o, incluso, no hacer nada. El escritor Juan Soto Ivars confesaba en Twitter que mientras su mujer hace deporte, él se dedica a los videojuegos. Le pregunto y me cuenta que le funcionan como ansiolíticos: “Mi cerebro necesita aislante en determinadas situaciones. Puede ser una pandemia o un desastre amoroso, incluso el estrés por andar enfrascado en un libro que no funciona. Cuando la situación me supera, tiro por los videojuegos. Funcionan como el plástico que recubre a los cables: un aislante.”

"Quizá todo esto resulte extraño para quienes nunca dejaron de jugar, pero otros los estamos redescubriendo ahora después de años de abandono"

Contra la lógica de la utilidad, Juan se ha planteado un reto absurdo que, por lo visto, le está llevando mucho tiempo: “Estos días estoy pasándome la saga entera de Final Fantasy, e intento llegar al nivel 99 en todos. Supongo que algunos entenderán el nivel de estrés que supone esto.”

Quizá todo esto resulte extraño para quienes nunca dejaron de jugar. Hay muchos gamers de todas las edades que han integrado los videojuegos en sus rutinas como una afición más. Pero otros los estamos redescubriendo ahora después de años de abandono. Posiblemente, dentro de poco, estaremos comprando una buena tarjeta gráfica o una consola. Y entonces nos arrepentiremos de haber pensado que eran un pasatiempo inútil. Con cada rato de evasión demuestran que no lo son, y, además, qué más daría: Werner Herzog nos enseñó que no hay nada más noble que la conquista de lo inútil.