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Hacia el fin del semestre, con alguna timidez, Robin me pidió si podía leer unos poemas suyos, porque "valoraba mi opinión poética". Recuerdo que recibí sus palabras con cierta vergüenza, en parte por la solemnidad cargada de pudor con que ella las había formulado, y sobre todo por encontrarme de repente en una posición jerárquica que me incomodaba. También recuerdo que me entregó sus poemas en hojas A4 impresas con chorro de tinta, como se usaba entonces, dentro de una carpeta de cartón de una vistosa gama del azul, ni demasiado oscura ni demasiado clara. Me acuerdo, finalmente, de que mi propia reticencia a ser colocado en el rol de árbitro del talento de esa joven se vio contradicha por una certeza casi epidérmica de que esos poemas serían, después de todo, lo que podría esperarse de una persona de veinte años, sin duda muy sensible, inteligente y bienintencionada pero todavía, como decimos en Argentina, muy verde.Cómo me equivoqué. Apenas llegué a casa, abrí la carpeta azul, ahora perdida, y me puse a leer. Uno tras otro, los poemas de Robin me sacudieron, me hicieron brotar lágrimas, me llevaron a un estado de exaltación maníaca y, como pasa sólo cuando algo nos habla enteramente, no dejé de leer hasta que la carpeta quedó vacía y los poemas, apilados en desorden sobre la mesa. Enseguida le escribí un correo electrónico a Robin, en su lengua, que no me atrevo a releer ahora por miedo de toparme con que entonces fui incapaz de reconocer que sus poemas eran —son— infinitamente superiores a los míos, y que sin duda alguna el maestro no era yo.
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Hace muchos años que traduzco a Robin, casi desde el momento mismo en que me mostró esos poemas luminosos, urgentes y afilados hasta cuando se permitían ser sentimentales, una descripción que a mi entender sigue aplicándosele a la poesía de Robin, a pesar de la madurez que ha ido ganando, una conquista el doble de difícil por la precocidad con que irrumpió su voz. Con excepción de uno, que acaba de enviarme hace un par de semanas, y de su juvenilia, traduje todos los poemas que escribió, y algunas de mis versiones —junto con otras, de excelentes poetas y traductores mexicanos— aparecen en Amalgamas, el bellísimo libro que acaba de editar Antílope en México y que los insto a comprar. Después de estas palabras, tal vez crean que traduzco a Robin movido por el amor, la admiración, la generosidad o alguna otra de esas pasiones tan desinteresadas como agudas. Nada de eso —o al menos, no solamente eso—: lo hago por envidia y tozudez, para ver si aprendo algo.
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