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el balón contra adam smith

Cómo el fútbol explica el capitalismo

El fútbol se ha convertido en un negocio... y como tal, refleja perfectamente los problemas que produce el sistema económico dominante en todo nuestro planeta.

El 'año cero', cuando Occidente finalmente ganó la Guerra Fría y el neoliberalismo tuvo libertad para funcionar fuera de control, también marcó el comienzo de la corporativización del fútbol profesional. Desde entonces hemos visto como, entre otras locuras, el precio de los traspasos se multiplicaba por 850, alcanzando su récord histórico prácticamente año tras año.

Puede parecer una extraña coincidencia que el advenimiento de la Premier League y el cambio de nombre de Copa de Europa a la Liga de Campeones se produjeran poco después de la caída de la Unión Soviética. Lógicamente, no es casualidad.

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Más fútbol: Against Modern Football, el movimiento que lucha por un deporte alejado del capitalismo

Los patrocinadores corporativos han transformado la publicidad del fútbol en el equivalente a un gran concurso de bukkakes: los escudos de los clubes han terminado salpicados por todas partes. Hoy, el balompié profesional es más un negocio que un deporte: esta afirmación es un tópico, pero no por ello es menos cierta.

No se trata simplemente, además, de que este deporte se haya inundado de dinero en efectivo; con el tiempo se ha transformado en una metáfora perfecta del propio capitalismo. Como el fútbol se aproxima cada vez más al mundo empresarial, ciertos fenómenos del juego comienzan a reflejar algunas de las funciones fundamentales y de las teorías del sistema económico dominante de nuestro planeta. Lo explicaré.

Los títulos y el paradigma del crecimiento infinito

Uno de los rasgos definitorios del capitalismo es el paradigma del crecimiento infinito. El crecimiento económico es el único estado aceptable en el capitalismo: cualquier otra cosa, ya sea estancamiento o recesión, es un malestar insoportable que tiene que ser revertido inmediatamente. En el fútbol, el equivalente del crecimiento perpetuo es la clasificación para la Champions League.

Pongamos un ejemplo. En Inglaterra, seis clubes establecen la clasificación para la competición de clubes más importante de Europa como el umbral para su éxito cada temporada. Si no lo consiguen, como le pasó al Manchester United bajo David Moyes o como le suele pasar al Tottenham Hotspur, su enfoque es muy keynesiano: intentan invertir grandes sumas de dinero para volver a crecer, o lo que es lo mismo, lograr mejores resultados.

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El Liverpool FC, un clásico de la Champions League en los últimos años, lleva ya varias temporadas fuera de la máxima competición europea. Foto vía PA Images.

En el caso español, la situación es algo distinta debido a que la mayoría de clubes no tienen una economía tan inflacionista como en la Premier League, pero tomemos el caso del FC Barcelona y del Real Madrid: para ellos dos, la única opción correcta es ganar títulos cada año, y si no lo logran, no tienen más remedio que poner cantidades absurdas de dinero encima de la mesa para volver a conseguirlos.

Igual que la premisa del crecimiento infinito, no obstante, este enfoque tiene un defecto fatal.

En el capitalismo, el crecimiento infinito exige la producción infinita, la innovación y el consumo en un planeta con recursos finitos, y en su búsqueda se acelera el cambio climático y se avanza hacia la catástrofe ecológica. De algún modo, es como si los principales clubes vivieran en un permanente estado de recesión: el gasto de sumas extravagantes de dinero cada temporada aumenta la distancia entre ellos y sus rivales. El resultado es la inevitable fagocitación de los equipos pequeños.

Pequeños grandes vs. gigantes: el Tottenham-Real Madrid ejemplifica el choque entre clubes que intentan mantener el paso y clubes que ya están arriba de todo —y no van a moverse. Foto de Jason Cairnduff, Reuters.

Tanto la Premier League como la Liga, por lo tanto, terminan haciendo ricos a los ricos y bloquean a los otros clubes. Al final, ello acaba minando la premisa fundamental del fútbol y de los deportes en general, que no es otra que la competencia. Del mismo modo, la búsqueda de un crecimiento infinito destruye el medio ambiente que nos sostiene y nos convierte en seres acomodados en un planeta inhabitable.

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Champions League vs. Europa League y el capital de Thomas Piketty

A menos que tu nombre sea Borjamari y te dediques a tomar el sol en Formentera en la cubierta del yate de tus padres, te habrás dado cuenta de que el mundo está jodido. El año pasado, el economista francés Thomas Piketty presentó su teoría de cómo nos metimos en este lío en su 'best-seller' de economía El Capital en el Siglo XXI. Piketty, en resumen, argumenta que el problema es que la propiedad de la riqueza actualmente ofrece mayor rendimiento que la mano de obra necesaria para adquirirla, lo que a su vez engendra la desigualdad y la anulación de la movilidad social.

Un paralelismo similar se puede observar en las recompensas económicas, tan distintas entre la Champions League y la Europa League.

El ganador de la Europa League del año pasado recibió alrededor de 10 millones como recompensa de la UEFA; el campeón de la Champions League, en cambio, se llevó hasta 37 millones de euros. Y ojo, porque aquí no estamos contando los ingresos de televisión, que fueron mucho más grandes en la Champions —honestamente, ¿quién sintoniza un partido entre el Asteras Trípolis y el Partizan de Belgrado?—.

Para más inri, resulta que para ganar la Europa League se tienen que jugar dos partidos más, o sea que se requieren 15 partidos para proclamarse campeón. Eso por no mencionar que la competición se disputa los jueves, lo que reduce el tiempo de descanso para los partidos de la liga nacional. Esto aumenta el esfuerzo físico, y es aún más problemático para los equipos de la Europa del Este, donde los horarios cambian en relación a la Europa central.

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Como es lógico, todo esto influye decisivamente en el rendimiento laboral.

El ganador de la Europa League de la temporada pasada, el Sevilla FC. Foto vía PA Images.

Históricamente, la participación en las competiciones europeas tiene un efecto perjudicial en los resultados en la liga. Esto es asumible para equipos que no aspiran a ganar la liga nacional, como el Everton FC o el Athletic de Bilbao; pero para los clubes que en otras circunstancias tal vez podrían aspirar al título, como el Tottenham o el Sevilla, implica que lograr clasificarse para la Champions League sea mucho más complicado.

Sin el dinero suficiente ni el prestigio adicional necesario para poder atraer a los mejores talentos, estos equipos terminan atrapados en el limbo de los quintos y sextos clasificados. Para evitarlo, los Evertons y Sevillas terminan enviando onces plagados de suplentes a jugar contra el Kuban Krasnodar de turno, lo cual termina provocando que el nivel de la competición descienda. Es un pez que se muerde la cola.

Todo esto es un reflejo de las teorías de Piketty: los que tienen riqueza heredada progresan más en la vida que los que trabajan para ganar dinero, porque en nuestro clima económico es más rentable la riqueza en sí que el trabajo que cuesta ganarla. Esto hace que, si como decíamos antes no te llamas Borjamari, te sea cada vez más difícil intentar alcanzarle: antes de que te acerques, él ya se habrá ido hacia Marbella en su jodido yate.

La Champions League y las prácticas contrarias a la competitividad

Lo sé, lo sé; otra vez me meto con la Champions League. Pero como es la institución más adinerada de este deporte, es prácticamente imposible evitarlo. Basta con contemplar el formato de la fase de grupos por un segundo: hay casi siempre un solo gran club, que prácticamente siempre consigue pasar a las rondas de eliminación directa.

Coloso entre enanos: el Real Madrid está a años luz de algunos de sus competidores en la fase de grupos en la Champions League, como el Ludogorets de Bulgaria. Foto de Susana Vera, Reuters.

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El caso del grupo B y el Real Madrid del año pasado es bastante paradigmático. Normalmente, y además del 'gigante', los grupos están formados por un cabeza de turco de un nivel casi semiprofesional —normalmente procedente de la Europa del Este— que está allí porque ha logrado clasificarse después de enormes penurias: en el ejemplo que nos ocupa, fue el Ludogorets búlgaro. Después suele haber un equipo de buen nivel que sin embargo no está a la altura del 'gigante' y que por lo tanto tiene todos los números para pasar segundo: ese papel teóricamente le correspondía al Liverpool FC. Finalmente hay un cuarto equipo que competirá todos los partidos con buen juego, pero que esencialmente es carne de cañón y que acabará casi siempre en la Europa League.

Cada año, casi todos los grupos siguen este formato.

Por supuesto, siempre existe la posibilidad de que un equipo encadene gloriosamente resultados desastrosos —como el Liverpool hizo el año pasado— y permita al rival destinado a la Europa League clasificarse para octavos de final; pero esto suele ser un incidente aislado.

En el capitalismo, esto equivale esencialmente a una práctica contraria a la competencia leal: un auténtico oligopolio promovido por la UEFA. El FC Barcelona, el Bayern de Múnich y el Real Madrid se atrincheran como los abrumadores favoritos durante los últimos años, mientras que clubes como el FC Porto llegan hasta los cuartos de final más o menos cada temporada.

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El FC Barcelona y el Bayern de Múnich son dos cabezas visibles del oligopolio creado por la UEFA. Foto de Peter Kneffel, EPA.

Los oligopolios son uno de los fenómenos más naturales en el capitalismo. Casi todos los mercados están dominados por un grupo selecto de conglomerados, ya sea de música, de supermercados o de bancos. Ahora que cada vez más los clubes son propiedad de plutócratas despiadados como los Glazer, Roman Abramovich o Qatar Sports Investments, es lógico que el juego se parezca cada vez más las grandes empresas.

Así, mientras el juego está viciado por los que son brutalmente ricos, la UEFA y la FIFA están totalmente satisfechas con la eficacia de las competiciones porque les beneficia, ya que mantiene el dinero en este mundo. Los negocios detestan la imprevisibilidad, y mediante la eliminación de las fluctuaciones que protagonizaban los días de la Copa de Europa —cuando los campeones de Rumanía podían ganar el ansiado trofeo—, el fútbol se ha convertido en una inversión segura. El dinero sigue fluyendo sin fin.

Los clubes tampoco se quejan, porque ellos también se benefician; la gran masa del público objetivo del fútbol moderno —esto es, los 'buscadores de gloria' que siempre terminan dando soporte a los que ganan— tampoco no se opone. ¿No estáis de acuerdo? Mencionad el Nottingham Forest en EEUU: la mayoría de la gente pensará que estáis hablando de Robin Hood.

Los derechos televisivos y la subcontractación de obra barata

Mientras que antes los clubes como el Arsenal, el Manchester United, el Barça o el Madrid confiaban en la abundante población de sus ciudades para ganar dinero mediante la venta de entradas, los actuales contratos de televisión han convertido los ingresos por este concepto en un dato prácticamente marginal.

La televisión puede venderse por todo el mundo a un número prácticamente infinito (en términos relativos) de consumidores; el número de entradas, en cambio, se limita a la capacidad del estadio. Esto implica que la compra de billetes importa menos al club que sus datos de audiencia global, que por cápita son mucho más reducidos pero que en un conjunto son mucho mayores. La situación es tan extrema que los clubes terminan teniendo patrocinadores regionales para cada zona del mundo y prácticamente despreciando a los fans locales: los palcos VIP y las televisiones son mucho más rentables que las familias.

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Los derechos de televisión han permitido al Crystal Palace fichar jugadores como Yohan Cabaye. Foto de Facundo Arrizabalaga, EPA.

La externalización de las funciones de la mano de obra barata sigue un principio similar: los empleados explotados que trabajan en fábricas lejanas cuestan menos y normalmente no están protegidos por las leyes laborales occidentales, por lo que las empresas pueden obligarles a trabajar como mulas en jornadas laborales de 15 horas con salarios muy bajos. Esto a su vez pone en peligro a los trabajadores occidentales, que a menudo se ven obligados a aceptar salarios menores y condiciones de trabajo más duras porque las compañías ya no dependen de su mano de obra.

Si disponéis de un abono de temporada en vuestro club, esto os sonará familiar: pensad en cuántos partidos se cambiaron de hora para terminar disputándose en franjas intempestivas, como los domingos a última hora o los lunes, con el único objetivo de que las audiencias televisivas subieran. En Inglaterra, prácticamente ninguno de los partidos más decisivos se disputa en el antiguo horario tradicional; en España, el panorama es tan lamentable que es mejor ni siquiera mencionarlo.

Por si eso fuera poco, algunos iluminados plantean jugar una 'jornada 39' directamente fuera del país. Quién sabe, quizás algún día todos los partidos se jueguen en el extranjero y los equipos dejen de ser propios de las ciudades para transformarse en franquicias ambulantes. Es cuestión de tiempo.

Tal vez haya llegado el momento de aceptarlo: a los grandes clubes, en comparación con los petrodólares de Qatar, nosotros los aficionados les importamos una mierda.

Sigue al Aleks Eror Twitter: @slandr