Todas las fotos por Marc RessangTodo el mundo se cubrió la nariz cuando la familia levantó la tapa del ataúd. Un súbito hedor me invadió las fosas nasales, haciéndome estremecer. Así es como huele un cadáver, pensé.
Ya había viajado a la regencia indonesia de Tana Toraja, en la isla de Sulawesi, en dos ocasiones anteriormente para observar los extravagantes ritos funerarios por los que sus habitantes son conocidos: estridentes fiestas que pueden prolongarse varios días y para las que las familias se pasan años ahorrando. Para los toraja, la muerte física no representa el final del camino: se trata de una parte más de la progresión hacia Puya, la Tierra de las Almas.
Si bien los toraja se consideran esencialmente cristianos, todavía se aferran a sus creencias animistas, sobre todo en lo relativo a la muerte y al propio acto de morir. No fue hasta mi segundo viaje a Tana Toraja cuando oí hablar de un ritual funerario mucho menos popular y muy poco común, “la limpieza de tumbas”, llevado a un extremo que rozaba lo morboso. Dependiendo del poblado, cada periodo de entre uno y cinco años, las familias se reúnen para exhumar los cuerpos de sus familiares fallecidos, limpiar el interior de sus ataúdes y, si los cuerpos momificados presentan la solidez apropiada, cambiarles el atuendo.
La gente explicaba orgullosa que habían regresado a casa desde todos los rincones de Indonesia para desenterrar los cuerpos de sus parientes. En la ceremonia, los familiares e invitados iban de un lado a otro, curiosos, sacando fotos de los restos momificados y algún que otro selfie con los cadáveres, a la vez que intentaban reprimir sus reacciones de rechazo inicial.
Para ir del aeropuerto al lugar de celebración de los rituales tuve que pasar una noche a bordo de un bus que partió desde Makassar, la remota capital del suroeste de Sulawesi, y me dejó en Rantepao, capital de Tana Toraja. Tras otra hora de traqueteo por una carretera en dirección a las montañas del norte, finalmente llegué al lugar de celebración del poblado de Lo’ko’mata, una roca monolítica que contenía no menos de 30 tumbas excavadas en ella, algunas a más de 15 metros de altura.
Los primeros días de ritual se dedicaban a la construcción de escalas de bambú, obtenido en los bosques cercanos. A continuación, las familias exhumaban cuidadosamente a sus familiares para limpiar los ataúdes por dentro y por fuera. A veces tenían que desechar por completo los ataúdes podridos y los sustituían por mortajas de tela con las que cubrían los decrépitos cuerpos.
No podía evitar sentirme incómodo como extranjero que era fotografiando un ritual tan íntimo, y me desmontó comprobar la trivialidad con la que los asistentes abordaban el proceso. Había personas ofreciendo cigarrillos y café a los presentes. Incluso me sorprendí aceptando ambos. Al poco, dos hermanos me hicieron señas para que les fotografiara quitándole la mortaja a los cuerpos de sus padres.
Al amanecer del último día del ritual, volvieron a cerrar las tumbas y retiraron las escaleras de bambú. Se celebró un oficio cristiano junto al lugar del ritual y se sacrificaron varios cerdos y búfalos para la comida. A continuación, para marcar el final del ritual, se celebró una competición de Sisemba, una especie de combate tradicional a base de patadas.
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