La carnicería del tiempo:  el futbol rebanado en minutos
Foto: EPA-EFE/TOLGA BOZOGLU

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Mundial 2018

La carnicería del tiempo: el futbol rebanado en minutos

Un cruce de correos literarios para comentar los pormenores del encuentro en Rusia 2018. Hoy, desde Uruguay, Agustín Acevedo Kanopa.

Artículo publicado por VICE México

Escritores de Latinoamérica arrancan en VICE la serie “Correspondencia Mundial”, un cruce de correos literarios para comentar los pormenores del encuentro en Rusia 2018.


Qué tirano que es el tiempo. Este modelo tan siglo XIX con que se vienen dando los intercambios epistolares (tan diferente al vértigo de las publicaciones de Facebook, twits y memes antes, después y durante los partidos) logra acentuar, paradójicamente, lo efímero de las alegrías. Si me hubiese tocado escribir esta carta el sábado o domingo pasado, posiblemente les hubiera comido la oreja con discursos heroicos sobre la celeste abriéndose paso sobre las huestes portuguesas. Sin embargo, hoy, a un día de nuestra eliminación por Francia (“eliminado por Francia” ya suena a una terminología forense para referirse a una rara enfermedad latinoamericana) prevalece un aire melancólico, como si unas densas brumas hubiesen viajado desde Le Havre para atracar en Montevideo.

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Igual, la sensación no es sorpresiva. Si algo me enseñó el futbol es sobre el peso y a la vez fugacidad del tiempo. Aprendí de ello a temprana edad. Como hincha del Club Nacional de Football, descubrí las dos caras del tiempo a raíz de una derrota y una victoria, las dos igual de traumáticas, las dos ocurridas en el lapso de un solo año. La primera fue en 1997, cuando Nacional perdió contra Peñarol en el Clausura y la final del Campeonato Uruguayo, después de llevar una ventaja de dos goles a favor (perdió 4 a 3 cuando iban ganando 3 a 1 en el primero y 3 a 2 cuando iban 2 a 0 en el segundo). A partir de ahí nunca volví a tomarme con tranquilidad esa distancia de score (mis amigos incluso joden que me fatalismo se extiende a tres y cuatro a ceros). La segunda experiencia fue cuando Nacional logró romper esa suerte de maldición en la que Peñarol había campeonado cinco años seguidos. Andaba por los doce y desde que tenía uso de razón futbolística –salvo el Nacional del panameño Dely Valdés en 1992– mi archirrival era quien se llevaba las copas (y con ello ese micro-bullying deportivo por varios de mis compañeros de clase). Pero en el 98’ se dio, y de golpe me encontré a mí mismo gritando y aplaudiendo mientras mi equipo daba la vuelta olímpica. Pero en un segundo de trastabilleo se agitó algo dentro de mí, la noción de que este alivio era sólo por este campeonato y que después vendría otro, y más tarde otro, y que no había nada certero que pudiera garantizarme que un terrorífico quinquenio aurinegro pudiera volver a suceder. La vida se mostró así como un constante partido a partido, una serie de pruebas y exámenes que se siguen unos a otros sin jamás recibirnos de nada. Aquello fue un psicoanálisis condensado, una ceremonia de ayahuasca rampante sobre lo frágil que es la alegría, el futbol como ese elástico que se estira hacia el futuro del que hablaba Silvina en una de sus cartas.

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Después de que la semana pasada Cavani metiera el 2 a 1 (glorioso, insospechado, de otro partido), mi cabeza, perturbada por mantener ese resultado, comenzó a escribir ecuaciones en el aire como si fuera John Nash en Una mente brillante. El proceso lo conozco a la perfección: falta media hora y yo comienzo a intentar tranquilizarme, pensando diversas actividades placenteras –y que en lo placentero, resultan tremendamente efímeras– que duran esa cantidad de tiempo. “Como sentarse y ver un capítulo entero de Seinfeld”. “Dos plácidos capítulos de Adventure Time”. “El tiempo aproximado que lleva el primer acto en una película de terror, antes de que las cosas empiecen a andar realmente mal”. Y ahí, temblando por frío y temor, el tiempo iba pasando como melaza, con Fernando Muslera descolgando centros y Lucas Torreira tapándole las salidas a Cristiano Ronaldo. “28:36 minutos: lo que dura mi EP favorito de Godspeed you! Black Emperor”. “13:44 minutos: My favorite things, de John Coltrane”. “10 minutos: un partido de Pro Evolution Soccer con amigos”. “7.3 minutos: el promedio actual –pese al esfuerzo de Sting por equilibrarlo– de lo que dura una relación sexual entre gente común”. “6 minutos: la escena inicial de la película Baby Driver”. “5 minutos: un recreo liceal”. “3 minutos: dos o tres canciones de una banda hardcore”. Y cuando se van acercando el pitido final, las comparaciones van tomando otro tinte. “2 minutos: lo que demoró el terremoto del 85’”. “73 segundos: el tiempo de vuelo del trasbordador Challenger antes de que explotara en mil pedazos”. “30 segundos: lo que puede tomarle a otro equipo cagarte la vida”.

Pese a ese pliego sobre pliego del tiempo, el partido terminó de terminar y gritamos y lloramos, largándonos un tremendo peso que teníamos en el pecho. “Vos nunca llorás”, me dice mi novia, a veces, preocupada. Pero la verdad es que desde hace años que las únicas lágrimas que conozco son las lágrimas deportivas, casi específicamente las de la victoria.

Un espectáculo que por suerte nadie ha visto: yo en mi cuarto, o en mi consultorio, viendo con el celular antiguas gestas futbolísticas como la picada del Loco Abreu contra Ghana, y lagrimeando como si fuese la primera vez.

En el partido contra Francia, luego del primer gol, el tiempo pareció escurrirse como arena entre las manos. Parecía que pestañearamos y ya habían pasado diez minutos. Ya después del segundo gol, luego de que Griezmann –un francés que le podría disputar su uruguayez al mismísimo Conde de Lautréamont– le rebanara las manos a Muslera (su no festejo en solidaridad a sus amigos del otro continente debe ser uno de los gestos más emotivos y sorprendentes que haya visto en cualquier mundial), el tiempo dejó de existir, todo quedó flotando en un espeso limbo. El partido se terminó ahí, aún pudiendo recurrir a mis propios argumentos sobre la fragilidad de un dos a cero. Porque si algo se notó en ese partido, es que el tiempo va atado a los Nike Mercurial Blancos de Kylian Mbappé.

La vida es lo que sucede entre un mundial y otro. Esos cuatro años se ofrecen como un gigantesco foso, en donde tendremos que ir a trabajar, pagar nuestras cuentas, ir a comer a lo de nuestros amigos, ver películas y alegrarnos o decepcionarnos con la concreción o incumplimiento de nuestras expectativas. En cuatro años muchos de nuestros jugadores ya no estarán en el plantel. Lucho Suárez y Edinson Cavani tendrán 35 años y posiblemente no correrán lo que corren ahora. Yo andaré por los 36 y mi vida no estará tan determinada por mi estado físico y rendimiento, pero sí por un montón de mini victorias y derrotas que encontraré en ese camino. Porque en definitiva, en cuatro años, todos terminamos disputando nuestras propias eliminatorias.