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Cultură

Ser mujer y quedarte calva es una putada

"Que una mujer se quede sin pelo, y más en la flor de la vida, es sencillamente una catástrofe de dimensiones épicas, una maldición. ¿Una mujer sin pelo? Una mujer sin pelo no es mujer."
Imagen: Ariel Camilo

Está mal que yo lo diga, pero la verdad es que siempre he sido una chica atractiva y con bastante tirón, y aunque nunca he valorado el hecho de tener éxito por mi físico, la cosa es que estaba malacostumbrada a gustar, a que se fijasen en mí, a tener que quitarme a los moscones de encima. Por eso, cuando de repente perdí uno de mis mayores encantos, el mundo se me vino encima: a mí, que siempre había sentido asco por la gente frívola.

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Ocurrió más o menos de repente. No fue de esas cosas insidiosas que empiezan poco a poco y que no te permiten percatarte del problema hasta que un día ya estás bien jodida. Llevaba un par de semanas en las que el pelo se me caía más de lo normal, sí, pero tampoco le había prestado demasiada atención: tenía otros asuntos en la cabeza que necesitaba solucionar, como encontrar una casa en la que vivir después de que mi novio se hubiese dado a la fuga dejándome plantada en un apartamento que yo sola no podía seguir pagando.

En la historia de mi alopecia femenina hay un día fatídico. Ese día me despertaba tarde como cada mañana, así que tenía que ir a toda hostia para no llegar a las tantas al curro, como cada mañana. Me metí en la ducha a toda prisa, salí, me envolví la toalla en la cabeza y cuando la desenrollé para cepillarme el pelo, los cabellos empezaron a caer uno tras otro. Uno tras otro, en puñados de diez, en puñados de quince, pelos y más pelos caían con cada pasada de cepillo. Como en una puta pesadilla, yo seguía cepillándome esperando a que dejaran de desprenderse de mi cuero cabelludo. Aquello no era algo normal, estaba claro. En diez minutos mi lavabo estaba completamente repleto de largos filamentos marrones, formando una madeja enorme que ocupaba toda la superficie de la pila. Los cogí con ambas manos e hice una bola grande que me quedé mirando atónita, que incluso olí.

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El corazón me latía a mil por hora y con una mueca de horror en la boca me acerqué al espejo que tengo en la entrada de mi casa. Con ambas manos me eché hacia atrás todo el pelo. ¡Joder! Tenía una de las entradas completamente despoblada: el pelo nacía en ella por lo menos un par de centímetros más atrás que en la otra. No me había dado cuenta porque, debido a que tengo una frente de las proporciones del cosmódromo de Baikonur, llevo flequillo desde que era una cría. Pero, a ver, a ver, ¿cómo podía caerse el pelo de una única entrada? ¿Y la otra qué pasa? Estas cosas funcionan de forma simétrica, ¿no es así como trabaja la naturaleza? Esto no podía ser real.

Llegué al trabajo medio llorando, mitad presa del pánico, mitad en shock por lo que acababa de presenciar. Con la esperanza de que todo aquello fuese una especie de alucinación, volví a echarme todo el pelo para atrás y le pregunté a mi compañera más íntima:

- ¿Qué entrada ves más grande?

Tengo su cara grabada en las retinas, todo un poema.

- Joder, tía, la izquierda bastante más. ¿Qué ha pasado?

Ni puta idea de lo que estaba pasando.

Lo que vino tras ese episodio fueron días de desesperación y angustia. En solo unas pocas semanas, mi otrora flequillo frondoso pasó a componerse por cuatro pelos, así como colocaditos en fila india los cabrones, y la coronilla también empezaba a clarearse. Nada podía hacer por mí el complejo nutricional anticaída que me habían recomendado en la farmacia, ni el champú ni las ampollas. Aquello iba a toda hostia. Me decidí a ir al médico.

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En la consulta, repetí el gesto que tantas veces había reproducido ya antes mis personas de confianza. Manos a ambos lados, pelo hacia atrás, cara compungida: "También aquí, mire, en la coronilla."

- ¿Estás muy estresada?

- Bueno, últimamente he estado un poco nerviosa, sí.

No era cuestión de ponerme a contarle al médico que hacía solo un par de meses que mi novio (el hombre con el que había compartido los cinco últimos años de mi vida) había desaparecido de casa de repente, como en ese dicho popular tan gracioso donde el protagonista se va a buscar tabaco, y que desde entonces pues no pasaba por mi mejor momento, no.

Su mirada, su tono de voz y sus palabras tan esponjosamente escogidas delataban compasión por la moza de buen ver que tenía delante. Que una mujer se quede sin pelo, y más en la flor de la vida, es sencillamente una catástrofe de dimensiones épicas, una maldición. ¿Una mujer sin pelo? Una mujer sin pelo no es mujer. Me dijo que íbamos a pedir unos análisis para comprobar mis niveles hormonales, que lo íbamos a solucionar, que tranquila. Sí, claro, tranquila.

Los análisis no revelaron una anomalía muy descomunal en los niveles de andrógenos (hormonas masculinas), así que no debía tratarse de alopecia androgénica, lo cual hubiese sido una putada porque significaría que el pelo que había perdido no iba a volver a crecer por mucho que le rezase a santa Águeda. No podían darme otra explicación que no fuera el estrés, que sería una cosa transitoria, que aguantase el tirón mientras tanto. Que te digan que se te está cayendo el pelo por estrés, lo único que te provoca es más estrés. En serio. Es un círculo vicioso que casi te conduce a la locura. "Venga, trata de tranquilizarte, que esto va a quedar en un mal sueño", te dices a ti misma, pero encontrarte impecables ovillos de pelo en la almohada, en la ducha, en el sofá, en el lavabo, en cada puto rincón de tu casa y espacio que habitas no ayudan precisamente a sentirte muy serena.

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En mi universo ya nada podía ir a peor. Aquello se convirtió en una obsesión que no me dejaba pensar en otra cosa. Estaba deprimida, lloraba a todas horas, había dejado de salir y no quería relacionarme prácticamente con nadie. Invertía horas de mi día investigando en Internet, participando en foros femeninos en los que otras infelices como yo explicaban lo desmoralizadas que estaban por esa condena que todas compartíamos. Buscaba con desespero algún testimonio que revelase la existencia de un producto milagroso y me aterrorizaba cuando descubría cuál era el culmen de la tragedia: la peluca.

Cuatro meses después de aquel funesto día que relataba al principio, mi melena ya no era ni la sombra de lo que había sido. Había perdido más de la mitad del pelo y tenía la entrada izquierda bastante más avanzada que la derecha (algo a lo que nunca supieron darme una explicación). Por no hablar del área de aproximadamente 6 centímetros de diámetro en la coronilla que estaba completamente arrasada, en la que apenas sobrevivían, estoicamente, dos o tres pelos.

Probé mil formas de peinarme: con la raya a un lado para intentar tapar la entrada que había quedado a la intemperie, con coletas bajas ambombando los pocos pelos que tenía de forma que cubriesen las zonas desnudas, con recogidos que estratégicamente colocaba tapando la zona cero…

Para aquel entonces, yo seguía un tratamiento a base de Minoxidil, llevaba dos meses tomando la píldora para equilibrar la pequeña descompensación de hormonas masculinas y me atiborraba con varios complejos vitamínicos. Intentaba comer lo más saludable posible, probé la meditación y hasta me decidí a acudir a psicoterapia. Cuando la psicóloga, en la primera cita, tras diez minutos en la consulta, me dijo con cara de circunstancias que lo que debía hacer era aceptar lo que me estaba ocurriendo, no supe dónde meterme.

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- Cierra los ojos y repítete que puede que esto no se solucione nunca. Hazle un hueco a lo que te hace sentir esa frase. Permítete sentir esa emoción.

Pero, ¿qué estaba diciendo esa zorra?

Salí llorando como una cría a la que le hubiesen dicho que sus padres acababan de morir en un accidente de tráfico. Aquello era la gota que colmaba el vaso. Hasta el momento no había pensado que efectivamente este horror pudiese durar para siempre. Lloré y lloré. Lloré tanto que comprobé que esa mierda que dicen de que llega un momento que no te quedan más lágrimas era real. Me quedé vacía. Tenía la sensación de que ya nada me importaba, de que nada merecía la pena y de que nunca volvería a ser feliz, y eso me acojonaba muchísimo. Temí volverme loca.

No puedo decir en qué momento algo cambió dentro de mi cabeza, pero de repente un día asumí que no me quedaba más remedio que volver a tomar las riendas de mi vida, que ciertamente no tenía la menor idea de si aquello iba a solucionarse y que no podía seguir postergando poner en marcha todo cuanto había parado a mí alrededor.

Ahora cumplo 8 meses siendo semi calva y sigo jodida, no voy a engañar a nadie. Pero también es verdad que estoy mejor. El pelo está volviendo a crecer (aunque ni mucho menos con la fuerza ni la densidad de antes). He aprendido a "maquillarlo" y conozco las mejores posturas para que follando no me descubran el cartón. Creo que en definitiva he aceptado que tengo este problema, tal y como me pidió esa psicóloga a bocajarro. ¿Significa esto que estoy contenta y feliz? No, no lo estoy: quedarse calva es una putada sin analogía.