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una vida desconocida

Sobre cómo Jonah Lomu se convirtió en la primera estrella del rugby en 1995

Se merendó a Inglaterra con cuatro ensayos memorables en el Mundial de rugby de 1995. Hoy hace un año que murió, pero una biografía recién publicada recupera su enorme leyenda.
Imagen vía Reuters

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Hace poco más de un año, el pasado 18 de noviembre de 2015, se apagaba la estrella de Jonah Lomu. Estaba agotado, consumido tras una larga batalla contra el síndrome nefrótico congénito, una enfermedad renal poco común, la misma que precipitó el final de su carrera internacional en 2002.

Su formidable trayectoria había arrancado solo siete años antes, en 1995. Entonces el mundo descubrió a una estrella gigantesca durante una semifinal del Mundial de rugby de Sudáfrica. En la cancha se medían Inglaterra y Nueva Zelanda por un puesto en la final, para la que ya se había clasificado la nación anfitriona. Sobre la línea de tres cuartos de los All Blacks asomaba un jugador de tez oscura. Se llamaba Jonah Lomu, procedía de la Polinesia y no es que pasara desapercibido precisamente: medía 196 centímetros y era un saco de 120 kilos de músculo.

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Lomu anotaría cuatro ensayos durante aquella contienda. Se desharía de las moles inglesas sin despeinarse, como si fueran muñecos de trapo. Cuando terminó el encuentro Lomu ya se había convertido en la primera superestrella de la historia del rugby, un deporte que, entonces, estaba a punto de profesionalizarse. Nueva Zelanda perdería la final, pero la vida de Lomu nunca volvería a ser la misma.

Jonah Lomu supera al francés Richard Dourthe en las semifinales de la Copa del Mundo de 1999. Imagen vía Reuters.

Por desgracia, la carrera del gigante polinesio no iba a ser tan larga como todos los aficionados hubiesen deseado. Solo un año después de su estallido, le fue diagnosticada una compleja enfermedad renal. Entonces su vida cotidiana cambiaría, y sus capacidades físicas se verían reducidas. Pese a todo, la enfermedad no le impidió jugar la copa del Mundo de 1999, la última de sus grandes competiciones, donde dejó otro partido para la posteridad contra Francia, por mucho que los All Blacks cayeran contra los bleus.

Jonah Lomu nunca conquistó el trofeo Webb Ellis al mejor jugador de un Mundial. Sin embargo, a día de hoy nadie ha batido su registro anotador en los Mundiales, con un total de quince ensayos (siete en 1995 y ocho en 1999), un registro que le permitió igualar el de Brian Habana, un jugador que disputó tres copas del Mundo. Lomu disputaría su último partido como profesional en 2002 contra Gales. Tenía solo 27 años. Demasiado pronto para los apasionados del rugby.

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Unos meses después, la enfermedad le obligó a tener que someterse a sesiones de diálisis tres veces por semana. Y al año siguiente le sería trasplantado el riñón, lo que le permitiría seguir jugando en Gales, junto a los Cardiff Blues, y en Marsella, donde se retiraría.

Sucedió, sin embargo, que en 2011, su cuerpo rechazó el riñón trasplantado. Lomu tuvo que volver entonces a las agotadoras sesiones de diálisis, seis horas en que las máquinas hacían lo que sus riñones no podían hacer. Finalmente, su organismo sucumbiría el 18 de noviembre de 2015.

Su autobiografía descubre pormenores de su vida poco conocidos, como los maltratos de su padre, y otros de sobras difundidos, como su amor por la camiseta negra de los All Blacks, su experiencia en los Mundiales, y su agotadora lucha contra la enfermedad que se lo llevaría.

Jonah Lomu supera al inglés Mike Catt. Foto vía Otago Daily Times.

Hemos elegido algunos fragmentos de aquella victoria seminal de 1995 contra Inglaterra, el partido que descubrió su leyenda ante la boquiabierta humanidad del rugby. Esperemos, por cierto, que la autobiografía llegué a las librerías de España.

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Cuando los equipos se alinearon antes del saque inicial, elevé la cabeza y observé a Tony Underwood, el legendario jugador británico. No me había dicho nada —pero al final de nuestra tradicional Haka distinguí como me guiñaba el ojo. Me enfureció. Mientras bailábamos el Haka le desafié. En su día yo pensaba que Tony se había mostrado irrespetuoso por su manera de tomarse las cosas. No le dije nada, pero para mis adentros tuve muy claro que le iba a arrancar aquel gesto impertinente del rostro [en el libro, Tony Underwood desmiente haber provocado a Lomu]

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No soy de los que jamás haya pensado cosas rollo: "Os voy a aplastar a todos. Os voy a reventar a ensayos y voy a dinamitar el partido". Yo no soy de los que cree que un jugador deba de pensar así. El rugby es un deporte de equipo. A veces la suerte te elude. Otras veces todo parece soplar a favor. No cabe duda de que yo acudí a la semifinal motivadísimo, pero la suerte y la motivación son cosas distintas. Y por muy motivado que estés, si las cosas no te salen, corres el riesgo de quedarte atascado. Contra Inglaterra nuestra estrategia fue salir a jugar lo más rápido posible. Tanto mi compañero Andrew Mehrtens como yo habíamos estado entrenando un lanzamiento de salida "inverso" antes de partir hacia el Mundial de Sudáfrica. Y aquella tarde, aquella fue la jugada que pusimos en práctica después de que sonara el pitido inicial. Así que en lugar de patear en dirección a los delanteros alineados a nuestra derecha, Mehrtens pateó hacia la izquierda, rumbo a mi posición.

Se trataba de una acción inesperada, que marcaría el tono del encuentro. Logramos sacar a los ingleses de su zona de confort. La patada de salida de Mehrtens cayó en el hueco que separaba a Will Carling de Tony Underwood. Aquello desató una reacción en cadena. En aquel momento —apenas unos segundos después del inicio del encuentro— yo ya no albergaba la menor duda sobre el hecho de que aquella acción, ese pequeño error en la recepción de la zaga británica, sería el preámbulo de uno de los ensayos más comentados en la historia de los All Black. Después de la melé, Mehrtens fintó pasarle la pelota a Jeff Wilson, que corría por el flanco derecho, justo antes de enviar el balón hacia la izquierda. Yo sabía que el movimiento había estirado su línea defensiva, y que el juego había virado ahora en mi dirección. Y ya entonces supe lo que se venía.

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Sé listo, Jonah, me dije. Se viene. Oh, no, el pase se va quedar justo por detrás de mí. No. La tengo. ¿Y quién se viene para intentar placarme? Underwood, nada menos. Bienvenido. Se lleva un buen trompazo. Se tambalea. Me meto en la zona. Y ahora es Carling quien lo intenta. Mierda. Me ha pillado. Me tropiezo. Mantén el equilibrio, Jonah. Hay que recuperar el equilibro. Recuperar el equilibrio. Levanto la cabeza. Mike Catt. De ninguna manera. Su hombro está en mi punto de mira. Eleva la rodilla, Jonah. Bang. Le doy de pleno. Paso por encima de él. A través de él. Me sabe mal Mike.

Supongo que este será el ensayo por el que seré recordado, el ensayo por el que la gente se acordará de mí. El caso es que no importa que se haga viral, incluso aún cuando sea cierto que hice parte del trabajo solo hasta alcanzar la línea de ensayo, lo cierto es que como tantas otras cosas, aquella jugada fue producto de la organización de un equipo, y del buen entendimiento de sus jugadores en el terreno de juego. Después de anotar aquel ensayo sentí un gran desahogo emocional. Es una sensación muy difícil de describir, pero es como si todo encajara. Yo había llegado al partido con un exceso de trabajo durante toda la semana, y, de repente, se desató aquella energía increíble —como si me hubiese bebido una docena de cafés. Todo fluyó. Jugué el partido entero deslizándome sobre un tobogán de adrenalina. Apenas había arrancado el encuentro y, sin embargo, a los diez minutos, ya empecé a sentir que algo especial estaba ya sucediendo.

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Después de las semifinales, en el camino de regreso a Johannesburgo para jugar la final contra los Springbooks, la selección de Sudáfrica, todos mis compañeros estaban en una nube. Pero para mí las cosas estaban a punto de enloquecer definitivamente. Siempre me había gustado hacer turismo por ciudades extranjeras. Claro que después de aquella semifinal, ya no volvió a ser lo mismo. Allá adonde iba me reconocían. Recuerdo un día en que nos desplazamos hasta un centro comercial de Johannesburgo en una de las furgonetas del equipo. Mientras salíamos, el responsable de seguridad dijo que estaba todo bien, que no habría ningún problema. Entré en una tienda y todo parecía normal. Agarré algo para probarme, me metí en el vestidor, y para cuando salí, dos minutos después, ni siquiera era posible ver dónde estaba la salida. La tienda estaba abarrotada. La multitud me asaltó. Aquello daba auténtico miedo, aunque no para el dueño, que parecía encantado con la invasión. Hasta que se dio cuenta de que nadie iba a comprarle nada. Al final, los agentes de seguridad me tuvieron que evacuar por la salida de emergencia.

***

El Mundial de 1995 me cambió la vida para siempre. Ya nunca más volvería ser el sencillo Jonah Lomu. Yo no quería que me reconocieran allá adonde fuera. Ni mientras caminaba por la calle. O comiendo en un restaurante. Nadie me había preparado para aquel cambio de la noche a la mañana. Yo tenía una vida sencilla, que podía controlar. Pero, de repente, el control se perdió y la vida cambió.

Ser una celebridad, si es así como queréis llamarlo, es algo que tiene enormes ventajas. Te obsequia con grandes recompensas y con un reconocimiento descomunal. Yo me quedé sin habla cuando me informaron que la BBC me había elegido como Deportista del Año de 1995. Era un premio grandioso, desproporcionado. Bastaba con leer a los ganadores de ediciones anteriores: Björn Borg, Garfield Sobers, Jack Nicklaus, Muhammad Ali, Pelé, Jonah Lomu. Es demasiado. Una experiencia que te hace humilde.

Claro que existe un gran inconveniente. Especialmente en un país tan pequeño como Nueva Zelanda: olvídate de tu privacidad. Yo regresé del Mundial. Tenía solo veinte años, y ya nunca volvería a disfrutar del anonimato.

Sigue al autor de este artículo en Twitter: @LouisDabir